Wednesday, February 27, 2008

El narcisismo progre


Con Michael Moore pasa lo que con Quentin Tarantino: la figura del realizador ha cedido paso al personaje mediático del que todo mundo habla, celebra y aplaude. Todo mundo menos quienes gobiernan su país. Y es la fama obtenida, buena y mala, a favor y en contra, que, como cóctel a fin de cuentas marea, la que parece intentar postergarse al concebir y ejecutar un nuevo proyecto. Michael Moore pues, como Tarantino, parece filmar ahora creyéndose Michael Moore, el personaje –más que el director- de su propio ombligo fílmico, que ha tomado como telón de fondo los trapos sucios de la política norteamericana.

El cartel promocional de Sicko (EU, 2007), como todos los diseñados para los largometrajes documentales de director, es claro síntoma de este síndrome. La frondosa figura del realizador-personaje en medio de dos esqueletos en lo que uno supone es una sala de espera de un hospital cualquiera en cualquiera de los lugares que componen el país vecino ¿Qué se nos promete? ¿Una nueva disección crítica del tristemente célebre sistema estadounidense, en este caso lo que concierne a su carísimo sistema de salud, o una nueva aventura de este nuevo superhéroe que quiere ponerse en evidencia, nuevamente, ante nosotros, con su espíritu contestatario y agitador? El protagonismo, marca evidente de la factoría Moore, queda claro en más de un sentido. Moore, aquí en el cartel, es figura retórica y referente, continente y contenido, la parte por el todo. Es metonimia pues -y perdón por el eufemismo- en ese doble sentido: la parte (su figura en el cartel) que significa el todo sea éste el tema de su film (antes que la realidad, el tema es la enfatizada presencia de Moore descubriéndonos las contradicciones de esa realidad) sea éste la realización (Moore filmándose a sí mismo llevando acabo esa empresa), porque como decía una vanidosa Nicole Kidman en To die for (Van Sant, EU, 1998): todo pierde sentido si no se hace frente a una cámara.

Y efectivamente se da lo que se promete. Sicko, la película, es él: tema, personaje, creador; lo demás es sólo el plus socio-político que pueda ocultar esta suerte de vedetismo. Y nuevamente, aunque con menos gracia que en sus trabajos anteriores, veremos a este enfant terrible más conciente de sí mismo que del hilo negro que ha pretendido descubrir, y congruente con su promovido y autopromovido status de superhéroe escarba y encuentra testimonios que van dando forma a historias sobre las injusticias que en el servicio de salud gringo se cometen. Historias que, aunque se piense lo contrario, nuestro Moore mesiánico -a cuadro, claro está- se encargará de resolver bajo la lógica del happy end hollywoodense ¿Qué, si no, es ese consolador viaje a Cuba?

El colmo: ese epílogo que raya en el mal gusto de la megalomanía (el realizador ventilando su “hago el bien sin mirar a quién”). No dudemos, pues, en imaginar a Michael Moore, como una Norma Desmond con conciencia social, diciendo: "I’m ready for my close up…"

(José Abril)

Wednesday, February 20, 2008

Flash back



De cuando RIPstein tenía algo de talento

El Imcine y el CONACULTA, de un tiempo para acá, vienen poniendo en circulación algunos DVDs de clásicos del cine mexicano, específicamente algunos títulos pertenecientes a la década de los setenta. Algunas obras han envejecido con bastante pena, otras, desde la perspectiva que ofrece el presente se evidencian como piezas sobrevaloradas en su momento. Muy pocas logran mantener el interés que tuvieron en sus orígenes; tal es el caso de Cadena perpetua (México, 1978). Se trata de una propuesta bien lograda e interesante que demuestra que Arturo Ripstein alguna vez tuvo algo de talento y que su actual mancuerna con la guionista Paz Alicia Garcia-Diego sólo lo ha convertido en un cineasta pretencioso, monotemático y aburridísimo (tanto como el resto de su generación). Posterior a su clásico insuperable –por él mismo- El lugar sin límites (México, 1977) y basada en la novela Lo de antes de Luis Spota, Cadena perpetua muestra el recorrido urbano de un delincuente (carterista para más señas) en su intento por alcanzar su integridad, su redención y su boicoteado esfuerzo por cambiar su forma de vida. A través del personaje central (interpretado con patética gracia por Pedro Armendáriz Jr.) Ripstein y su co-guionista Vicente Leñero, estructuran un curioso ejercicio de film noir, cine negro que encaja perfectamente en nuestro contexto. Actualizando y “mexicanizando” el género, la película exhibe de manera afortunada los mecanismos de la corrupción en lo social y su reflejo en lo individual. Así, la cadena perpetua del título hace alusión al círculo vicioso que envuelve al personaje y en el que descubre que las buenas intenciones, dentro de un sistema como el nuestro, mezquino, descompuesto, automáticamente se invalidan. Cadena perpetua tuerce la moraleja del género: es la historia de un delincuente que a punto de alcanzar su regeneración se arrepiente convencido de que el crimen seguirá pagando por los siglos, de los siglos...Una de las pocas rareza dentro de una filmografía bastante pero bastante irregular, la de Ripstein.
(José Abril)

Tuesday, February 12, 2008

La bella y la bestia



Dos propuestas radicalmente diferentes entre sí: genéricamente disímbolas, estilística y técnicamente contrastantes. Una, el retrato intimista de una bella joven que asegura ser víctima de una posesión demoníaca; la otra, la crónica espectacular cual testimonio terriblemente espontáneo de los estragos causados por una bestia en su tránsito por Manhattan. Y aunque diferentes como propuestas y en intenciones, ambas se aprecian, cada una a su manera, como aproximaciones al miedo, al horror, desde perspectivas bastante interesantes. Como sigue.

La bella. En Réquiem: La posesión (Alemania, 2007), Hans Christian Schmid lleva a cabo el recuento de los últimos meses en la vida de Michaela, una joven epiléptica demasiado frágil y devota aunque muy entusiasmada por romper con la rutina de su cerrada vida familiar, que muere de agotamiento por las innumerables prácticas de exorcismo a la que fue sometida por consentimiento propio y de sus padres. La película no es lo que convencionalmente podríamos considerar un horror film, y aunque la trama ofrece muchas similitudes con El exorcista (Friedkin, EU, 1974) y, más acá, con la muy mediocre película con alma de telefilm El exorcismo de Emily Rose (Derrickson, EU, 2006) -que ha partido, por cierto, de los mismos acontecimientos-, el realizador propone algo de signo contrario. Se trata de un muy acertado film naturalista que centra su atención en el personaje sin perder de vista el ambiente que la contiene y termina por destruirla; un film contemplativo, sin estridencias ni trucajes, de registro casi clínico que desmitifica el fenómeno de la posesión y pone en evidencia el fanatismo y la ignorancia como los únicos demonios implacables en su afán devorador de seres vulnerables siempre al borde del abismo; puesta en escena de un drama conmovedor e inquietante a un tiempo, incluso en su austeridad y en la actitud de observador distanciado por parte del realizador, donde el horror no está ausente. Porque aquí el horror emana no de Satanás y su hipotética existencia sino de las condiciones que contribuyen a creer en semejante patrañas: Por un lado, la de la enfermedad, la del extravío de la locura, la de una epilepsia devastadora; por otro, la de los lazos de una familia sumida en el puritanismo y la ignorancia que prefiere clausurar la vida de uno de sus integrantes amparándose bajo la sombra de la fantasía más oscura y delirante, la de la superchería religiosa, antes que poner los pies sobre la tierra para actuar en consecuencia. He aquí, pues, el verdadero infierno.

La bestia. En Cloverfield: Monstruo (EU, 2008), J.J. Abrams coloca en Manhattan a un enorme monstruo para que la destruya a su antojo, devore a sus ciudadanos, y derrame parásitos que de su cuerpo se desprenden secundando su instintiva labor de destrucción. Estamos, pues, ante una película de género, a situaciones ya revisadas por oriente y occidente (Godzillas de toda nacionalidad, King Kongs clásicos, modernos y postmodernos, Alienígenas de todas formas y colores adoptando la tierra como campo de batalla, etc), a la idea de un Apocalipsis y sus agentes pisándonos los talones explotada una y otra vez, pero esa sensación del déjà vu es superada por ciertos elementos que hacen del asunto una experiencia efectivamente aterradora y diferente. Señalemos, por lo menos tres de ellos: El primero es el dispositivo estético por el cual Abrams ha optado, la cámara en mano, abiertamente subjetiva, que, dada su naturaleza diegética (es un personaje, que poco sabe de técnicas de filmación, un documentalista improvisado y un observador minucioso), renuncia al frío virtuosismo en pos de un hiperrealismo sucio y caótico, en varios momentos escalofriante, producto en gran medida del falso amateurismo que se ostenta (fríamente calculado, obviamente). Es este recurso el que ofrece las claves para contemplar no de forma indiferente la histeria individual y colectiva que alimentan cada uno de los nerviosos encuadres. El segundo, es la calculada dosificación de la presencia del ente destructor frente a la cámara; la idea de que inquieta más aquel que se mantiene oculto tras el caos que ha provocado rige la totalidad del film. La bestia, pues, es una presencia evasiva, casi anónima para la cámara y para nosotros y el hecho de ignorar cuál es su origen y de desconocer sus formas contribuye a esa sensación de desconcierto. Sensación que se relaciona, también, con el tercer elemento: la recreación de un ambiente de fin de mundo de resonancia bastante realista que hace eco a esa paranoia post 11/S, a esa idea de la destrucción por todos tan temida (cualquiera que sea su naturaleza) como algo impredecible e incontrolable y a la desolación que se impone y se enfatiza aún más, en el film, con esos accidentados inserts de escenas de amor de un día por Manhattan. Cloverfield termina, irónicamente, con el entusiasta inicio de una historia sentimental que no pudo ser. Ese “Hoy ha sido el mejor día de mi vida” nunca había tenido un peso tan terrible en una película como ahora, por lo menos para servidor.

(José Abril)

Monday, February 04, 2008

Lecciones de obscuridad


Sin pretender caer en la concesión beata del fanático ciego (y en caso de parecerlo, ni modo), me atrevería a señalar que el 2007 fue el año de David Lynch. Dos razones permiten justificar tal afirmación: el regreso del autor con una de las mejores realizaciones vistas durante el año pasado, “El imperio” (Inland Empire, Francia-EU, 2007), y el aniversario número treinta de la obra que marcara el inicio del cineasta en el terreno del largometraje, “Cabeza de borrador” (Eraserhead, EU, 1977). A propósito de la segunda, a continuación reciclo un comentario que había escrito hace tiempo, a manera de homenaje un tanto tardío, pues me di cuenta de tal acontecimiento apenas ayer que revisaba un material viejo sobre el autor en cuestión. Para no quedarme con la espina clavada aquí va el comentario:

La puesta en circulación de la ya célebre opera prima de David Lynch (1946), nos permite a aproximarnos a una de las películas más originales de la segunda mitad del siglo pasado. Una obra innovadora y atípica que el paso del tiempo (nada menos que treinta años) lejos de pasarle factura parece contribuir a su crecimiento, al reforzamiento de su belleza extraña y oscura, a su autenticidad. “Cabeza de borrador” (Eraserhead, EU, 1977) fue el primer largometraje de un Lynch que había experimentado en el terreno del cortometraje y es la primera obra maestra de un cineasta inagotablemente vanguardista.

La película, con una extraordinaria fotografía en blanco y negro, es un ejercicio de complejidad y abstracción absoluta, tanto en el nivel de estructura como en el del argumento. Sin embargo, podemos sintetizar su anécdota como la relación desquiciante que Henry, hombre de apariencia ingenua, taciturna, establece con su hijo recién nacido, una criatura aberrante y monstruosa producto de una relación impuesta, basada en la repugnancia recíproca y marcada por el temor a un extraño ser supremo, “el hombre del planeta”. Dicha relación conduce al protagonista a la locura, al filicidio y a la muerte.

Pero lejos de intentar desenredar la complejidad de esta fascinante pieza, nos limitaremos a ubicar y señalar algunos de los temas e ideas que han estado presenta a lo largo de la filmografía del realizador, sobre todo en sus obras más personales, y que aquí, en Cabeza de borrador, encuentran su génesis.

Una primera lectura, superficial, puramente externa, nos invita a pensar en “Cabeza de borrador” como una película de ciencia ficción. De entrada una arquitectura en ruinas, un conjunto de paisajes desolados, una banda sonora que mezcla ruidos industriales, sirenas y fantasmales silbidos nos ubica en un mundo agónico, apocalíptico, en los restos de una civilización que parece haber sobrevivido a una hecatombe. Sin embargo, la película no es tan sencilla como para etiquetarla de esa manera; lejos de apegarse a una serie de códigos genéricos y reducirse a una especulación sobre una vida futura paradójicamente primitiva (como más adelante lo haría George Miller con su estupenda trilogía “Mad Max”), podemos definir a “Cabeza de borrador” como la exploración de un mundo interior, subjetivo; en la subjetividad trastornada de Henry podemos encontrar la justificación a la realidad distorsionada, a veces irracional, a veces absurda, en las que entran en juego esas características espaciales y atmosféricas, que en la película se nos presenta.

Con “Cabeza de borrador” Lynch nos ofrece una de las pocas y más puras poesías fílmicas en la tradición que va desde los surrealistas hasta los revulsivos cineastas newyorkinos de los sesenta. Una obra que niega la lógica, se construye de espaldas a una estructura narrativa convencional, con base en ese subjetivismos anárquico del personaje. Se trata, pues, de una pieza básicamente de sensaciones, de atmósferas cargadas e intensas, que nos impiden establecer distancias; la película nos envuelve en un estado de angustia y depresión, en un encadenamiento de imágenes expulsadas desde un estado de horror por un entorno opresivo y asfixiante, que exponen la progresiva locura de un personaje.

Henry es el típico personaje lynchiano que encontrará eco en las posteriores obras del realizador. Al igual que el Jeffrey de “Terciopelo azul” (EU, 1986) o los Sailor y Lula de “Salvaje de corazón” (EU, 1989), Henry es un personaje inmerso en un mundo represivo, violento en sus formas y reducido a restos; es, en ese contexto, una mediocre criatura aplastada por esa realidad marcada por la torturante presencia del hijo y el omnipresente ojo vigilante del extraño “hombre del planeta”, una suerte de figura castigadora y amenazante. En estas circunstancias, Henry sólo observa impotente, incapaz de reaccionar.

En este extraño mundo, las relaciones afectivas están cimentadas en sentimientos poco propicios, donde la sexualidad viene acompañada por la culpa, el miedo, la enfermedad, lo aberrante. Los personajes ostentan una visión de lo sexual relacionada con lo ominoso; no hay manifestación erótica, y si la hay, se realiza bajo la sombra de la incertidumbre. La sexualidad, pues, es un fenómeno innombrable, reprimido como impulso, abominable como consumación. El miedo ha aniquilado el deseo y la erotización de los cuerpos, pues la interacción erótica, para la (no)lógica de la película, genera culpa, engendra cadenas en forma de criaturas aberrantes como ese bebé – monstruo que castra, avergüenza, tortura a Henry, condenándolo al encierro.

Lynchiano también es la procuración de los personajes de universos alternos que en Henry es la locura y la muerte. Su mundo se bifurca entre la realidad cruel y los sueños y alucinaciones más o menos evasivos. Esto último estará representado por el mundo interior del radiador, imaginado por Henry cual refugio psicológico, un mundo donde alucina la presencia reconfortante de la muerte, encarnada por una extraña mujer mofletuda, que aparece cantando angelicalmente “en el cielo todo está bien”, porque en él no hay temores y miedos que enfrentar, un mundo deserotizado, un universo “sin sexo, sin misterios, sin vida, un cielo para espíritus mediocres y derrotados por la existencia” (Ángel Sala) por el que finalmente Henry se decidirá.

“Cabeza de borrador” se antoja una obra visionaria. No obstante las distancias del tiempo, los personajes de la película guardan una visión apocalíptica y desencantada de la sexualidad muy parecida a la de nuestra sociedad de fin de siglo, es decir, una sexualidad relacionada con la omnipresencia de la muerte y el fantasma del Sida, la negación del placer por la presencia del miedo y el aislamiento como reacción ante la pérdida de la esperanza.

(José Abril)