Monday, March 31, 2008

Flash back 3


Revisitando clásicos de David Cronenberg en lo que nos llega su más reciente película. Como sigue:

El pornógrafo de lo insólito

Mitad en broma, mitad en serio, Martin Scorsese llegó a nombrar a David Cronenberg como el “maestro del horror venéreo”, por esa naturalidad con la que este canadiense “con aspecto de ginecólogo que guarda terribles secretos” hacía conectar el sexo con el horror más apabullante en cada una de sus películas. El célebre realizador se refería obviamente al primer Cronenberg, el de aquellas películas que lo emparentaban con el más chatarrero cine de horror serie B y a su etapa más shocking. No sabemos si tal nominación llegó a molestar al realizador, lo cierto es que en el sarcasmo de Scorsese había mucho de irrefutable verdad, porque el sexo en Cronenberg, por lo menos el de aquellas obras que va desde Parásitos asesinos (Canadá, 1975) a El almuerzo desnudo (EU, 1991), se encontraba más de lado de lo bizarro, de lo inquietante. Incorrecto, audaz a rabiar, sus fantasías en torno al cuerpo y al sexo iniciaban, pues, con la búsqueda de la utopía sexual, el placer pleno, para arribar siempre en el rotundo caos. Cronenberg era entonces un auténtico terrorista –y aún lo sigue siendo, como Lynch, otro bendito David-, un cabrón que disfrutaba soñar frente a nosotros sus pesadillas bajo la envoltura de un sueño húmedo para recordarnos que esta piel que habitamos, evidente fuente de placer, termina siendo siempre el acceso más rápido a una violenta e irreversible caída.

Pero más allá de su particular, orgánico, sentido del horror, lo que hacía de Cronenberg un cineasta excepcional en el cine de horror más guarro era esa mirada que lo aproximaba a lo pornográfico. Efectivamente, Cronenberg era entonces un maestro del horror venéreo, pero también era un pornógrafo de lo insólito, siendo precisos, un pornógrafo de lo aberrante que gustaba en escudriñar con su cámara en los cuerpos que, intervenidos, se transformaban tan caprichosa como terriblemente, para develar fascinado – como todo buen pornógrafo- aquellos extraños y grotescos órganos que la metamorfosis había convertido en nuevas, a veces letales, zonas erógenas.

Durante esa primera etapa, Cronenberg nos ofreció, pues, su propia concepción de la pornografía, retorciendo sus tópicos más caros, pervirtiendo sus elementos centrales, deformando provocadoramente sus imágenes de carne y deseo. Si el pornógrafo convencional hace del cine una cruda exhibición genital, Cronenberg sexualizaba lo grotesco, elevaba a categoría de fetiche aquello que corrompe orgánicamente el cuerpo. Si en la pornografía –desde la más básica a la más ambiciosa- los organos sexuales se imponen como protagonistas gracias a una cámara que los vuelve omnipresentes, en el universo de Cronenberg, la cámara enfatizaba lo aberrante que había desplazado a lo genital en su doble función: la del placer y la reproducción. La monstruosidad latente en lo orgánico se hacía visible entonces para alterar una normalidad de escaparate, para proporcionar placer en quien la ostentaba y procrear y extender la destrucción a su alrededor. No es casualidad, pues, que en Parásitos asesinos una larva cual pene reptante se introduzca entre las piernas de una bellísima Barbara Steel (musa siniestra de las películas de horror de Mario Bava) para contagiarla a ella y a toda una comunidad que procura cierta utopía erótica, de un apetito sexual destructivo, como tampoco lo es el hecho de que en Rabia (Canadá, 1977) Marilyn Chambers (célebre actriz porno) sea quien oculte en su axila un extraño orificio en forma de vagina y que al abrirse se descubra un diminuto órgano fálico; aquí Chambers no abre las piernas sino los brazos, y el abrazo ansioso, lascivo, es el principio del placer para ella pero el inicio del caos en una ciudad que se consume por la rabia que del extraño órgano se ha propagado. Una forma vaginal también es la de otro orificio, en este caso en el abdomen de James Wood en la extraordinaria Videodrome (EU, 1982) y es ésta su “vagina”, usada por él (en un auténtico fist fucking onanista) y por otros como depósito de extraños mensajes, uno de los tantos enigmas que impregnan una historia de harto sabor kafkiano y estética sadomaso.

En la actualidad, Cronenberg parece querer alejarse de este horror de trasmisión sexual que le dio fama y estatus, pero no de esa mirada pornográfica proclive a cargar sexualmente lo extraño. Este pornógrafo de lo insólito encontró su apoteosis en Crash (Canadá, 1996), obra maestra del erotismo límite, abierta fetichización del metal, sublimación absoluta del cuerpo en comunión sexual con lo no orgánico, ciencia ficción pura y lúbrica desde el más inmediato presente (“Hay que explorar el espacio interior, no el exterior, pues el único planeta verdaderamente extraño es la tierra” comentaba J.G. Ballard, autor de la novela que sirvió como base al film), indagación sobre el ser humano como un mundo complejo y aún desconocido en si mismo.

Crash fue una película de choque. De choques también. De carros, accidentes y sexo. Y hubo quienes encontraron en estos tópicos mensajes varios: metáfora sobre la deshumanización en nuestras sociedades industriales, ironía perfecta sobre el desarrollo industrial en detrimento de las relaciones humanas, o simple y sencillamente una deliciosa broma negra y salvaje en torno al onanismo fantoche que permea la fascinación del individuo respecto a la seductora imagen del automóvil en tanto símbolo de status y poder. Pero, como su cine nos lo ha enseñado, Cronenberg no gusta de dar sermones. Digamos que el realizador mucho más cínico creó con la película un juego perverso con el que logra ubicar al espectador en un terreno que trastoca sus expectativas en torno a los límites sexuales y del comportamiento humano.

Crash es pues sexo, sudor, sangre, metal, y no como principio del caos –tal y como sucedía en sus primeras películas- sino como un fin absoluto. La mirada enfática, pornográfica, del realizador sobre el detalle obsceno ahora se amplía hacia el cuerpo íntegro, el cuerpo no como víctima circunstancial de la enfermedad que lo corrompe sino a la búsqueda, por voluntad de su poseedor, de nuevas formas de satisfacerse y transformarse, como si estuviera atento a la consigna del James Wood que concluía Videodrome (“¡Larga vida a una Nueva Carne!”). El Cuerpo solicitando la cercanía con el metal como incentivo erótico, el cuerpo deseando cuerpos que aún sufren-gozan las heridas de algún accidente automovilístico, el cuerpo como el centro de fantasías sexuales que convocan para su materialización la reproducción fiel de las tragedias automovilísticas de celebridades como James Dean y Jane Mansfield, cuerpo y metal fundidos y confundidos como un ideal de los objetos del deseo, agresivos impactos entre carros como motivadoras visiones pornográficas.

Los personajes de Crash son como una cofradía de libertinos sadeanos entrebuscándose ansiosamente en un yunque. Hedonistas que viven única y exclusivamente por y para su propia concepción del placer sexual, estilo de vida que coquetea con la muerte o el dolor administrada por el filo del fierro dañado, porque gracias a las heridas en la piel la persona puede entrar en anhelada comunión con el metal, con el acero, para acceder a un nuevo nivel. El cuerpo ya no es el origen del infierno sino el inicio de una sensualidad que se busca en terrenos inexplorados. Hagámonos pues una puñeta en honor a Robocop que, siguiendo la lógica de estos erotómanos de vanguardia, es el símbolo sexual de una nueva era.
(José Abril)

Thursday, March 27, 2008

Huerfanitos


El Orfanato (España, 2007) desarrolla la historia de una madre que en un período de seis meses busca a su falso pequeño hijo seropositivo, extraviado un mal día, de forma inexplicable, en los laberínticos y sombríos pasillos de una vieja casona que antes funcionaba como residencia para niños huérfanos y desvalidos. Presencias extrañas y sobrenaturales parecen obstaculizar su encuentro, pero la madre hará hasta lo imposible para conseguir su objetivo.

Se trata del primer largometraje del catalán J. A. Bayona, de abierta y arrogante vocación clasicista, que apuesta por el retorno a las claves del cine de horror pretérito (como ya lo había hecho Amenábar con Los otros), aparentemente en desuso por el congestionamiento del trucaje digital actual, para contar una historia totalmente de signo contrario. Se trata, por lo mismo, de una falsa película de horror sobrenatural que pretende, pues, ser como las de antes, esas de cuidadísimas atmósferas a la que contribuían el calculado registro del espacio casi con vida propia por los múltiples detalles que lo definían: puertas que se cierran de forma autónoma, sonidos extraños detrás de las paredes, pasillos obscuros que parecen sugerir presencias ominosas, la escalofriante música del viento que se filtra por las ventanas, etc. Detalles que si bien encuentran aquí, en algunos momentos, su mejor expresión (sobre todo en la primera parte), e incluso en otros bordea peligrosamente el ridículo (la –a pesar de todo- lograda secuencia con una guiñolesca Geraldin Chaplin, inspirada, seguro, en el Poltergeist de Hopper/Spielberg), en conjunto sólo terminan por ofrecer un académico ejercicio de estilo de horror sobrenatural sólo aparente, un horror que descansa sólo en sus signos externos pues la sustancia es muy otra.

Bayona ha construido un artefacto de ambigüedad conveniente para su recepción: una película que pueda complacer a los fans más “arty” del cine de horror, o sea el más inofensivo, y agradar aquellos que se avergonzarían de ver películas de esta naturaleza genérica; un ejercicio de discurso esterilizado e higiénico moralmente hablando porque no hay sentimiento negativo alguno que pueda trastocar el estado de las cosas, envenenar la realidad, ni Mal concreto o como entidad cósmica que pueda acechar en o poner en riesgo el contexto naturalista de las acciones.

¿Cuento fantástico envenenado? No. Película de horror para “adultos contemporáneos”, El orfanato sólo es un dulce con disfraz siniestro, que después de abandonar la máscara termina por empalagar. Bayona se engolosina con el sentimentalismo melodramático que estalla en el climax, que ensalza con esa música enfática, que recarga con la actitud suicida y que resuelve en términos de acción con la cursílisima pretención de analogarse a La Pietá pero en penumbras. Primero grita después llora, que aquí el horror ha sido el medio para alcanzar ese fin. ¡Qué daño ha hecho Shyamalan! Sniff.

(José Abril)

Monday, March 24, 2008

El día que conocí a John Waters

Eso de hacer crónica de turistas me va muy poco, así que me ahorro las palabras. En síntesis: Manhattan es una extraordinaria isla que gracias al cine uno no puede dejar de verla como un no menos extraordinario puñado de lugares comunes. Woody Allen ha contribuido mucho en eso, y decir que de noche Manhattan es una fascinante mezcla entre el Metrópolis de Lang y el Blade Runner de Scott es también un lugar común pero una auténtica realidad. Todo está ahí y nada le falta, hasta esa mamona actitud starbucks que incluso los hommeless ostentan. Pero bueno…el asunto aquí es sólo para notificar que conocí a John Waters, que para nada es un lugar común porque su identidad territorial y cinematográfica es muy otra, Baltimore, que está a pocas horas de New York.
Sí, John Waters.
Probablemente no me lo crean, pero eso me tiene sin cuidado. Todo ocurrió muy rápido, mientras recorría los pasillos del Museo Metropolitano de N.Y. Tratando de ubicarme en el mapa del monumental espacio logré vislumbrar una espigada figura que llamó mi atención porque se parecía, literalmente, al Nosferatu de Murneau. Alto, muy delgado, pálido, vestido íntegramente de negro. Cuando lo vi de cerca pensé en voz alta “John Waters”. Pasó justo enseguida de nosotros; inmediatamente se lo comenté a A., mi compañero de viaje, e inmediatamente, como adolescentes tardíos en busca de celebridades, corrimos tras de él. Lo encontramos en una de las salas de exhibición temporal. A. se acercó para confirmarlo: “Efectivamente, John Waters”. Estupefactos ante tal hallazgo, sólo caminábamos en torno a él sin saber que hacer, hasta que A. que es mas aventado y menos tímido que servidor, decidió tomar la iniciativa. Yo, por mi parte ya estaba armando todo un discurso para entablar diálogo: que female trouble me parece mejor que Pink Flamingos, que ambas forman parte de mi colección de películas de cabecera, que Serial mom y Pecker me parecen sus obras maestras mainstream e incluso que Dirty shame me pareció literalmente una mierda…en fin. Pero nuestra timidez, lo limitado de nuestro inglés, lo accidentado de la situación y –hay que decirlo- la poca disponibilidad del personaje sólo dio paso a un diálogo medio autista:

A (tocando el hombro de J.W.): John Waters?
J.W (Sonriendo): Yes
A (Sonriendo como idiota): One pincture, just one Picture, please….
J.W (aún sonriendo): O.K.
(A. encuadra)
(J.W. sonríe más y su delgadísimo bigote se estira mientras sus arrugas se acentúan)

¡CLICK!

A: Thank you!
J.W: …

(J.W. aún sonriendo se voltea para continuar apreciando la pintura que mi compañero había interrumpido)

Después, los dos salimos apresurados de la sala antes de recibir el regaño del vigilante, pues en el espacio el uso de aparatos fotográficos estaba prohibido.

¿La foto? Es un close up de Waters, pero se las debo porque se quedó en la memoria de la cámara de mi amigo. Quedó de pasármela para poder presumirla como mía, pero es hora de que no lo veo después del regreso, y a mi ya me urgía contar esto.
(José Abril)

Friday, March 14, 2008

Vacaciones


Me fuí a New York una semanita, nos vemos y leemos por acá en 7 días. Hasta entonces

Tuesday, March 04, 2008

Flash back 2


Hace unos días un buen amigo, ávido consumidor de porno, se quejaba de que el estado del género en la actualidad era realmente preocupante; que los paradigmas que antes encontraba nomás presionar el “play”, hoy se habían difuminado ante el congestionamiento audiovisual de la era Internet. Yo hace tiempo que le dejé de tomar el pulso a este tipo de cine, pero de que antes el universo porno tenía rostros y nombres (aparte de genitales) era una auténtica realidad. El porno ya no da para crear sus propias mitologías, y las que quedaban han preferido someterse a una desmitificación dejándose fagocitar por el cine de enfrente (una maestra en estos asuntos ha resultado Catherine Breillart). Dos nombres vienen a cuento a propósito de mitologías: Linda Lovelace y Gerard Damiano, y un comentario que había escrito hace tiempo a propósito de la muerte de la primera se extiende a continuación:


Con el nudo en la garganta

Los historiadores del cine en general dicen que Eisenstein, Griffith y Welles son los apellidos de aquellos responsables de la evolución de este arte. En cambio, La historia del cine porno en particular quiso que Damiano, apellido también, figurara como el responsable del despunte modernizador del género en cuestión. Así las cosas, y si El acorazado Potemkin (Pokemon dijo alquién), El nacimiento de una nación y El ciudadano Kane son vistas hoy como el replanteamiento de una forma distinta de hacer cine y de su nuevo camino necesario para su lenguaje, Garganta profunda (Italia, 1976) hizo lo suyo desde los muy menospreciados y ninguneados territorios del sexo duro y directo frente a cámaras.

Gerard Damiano, que es su nombre completo, le sumó a las muy limitadas formas de explotación sexual, propias del esquema reiterativo y mecánicamente ilustrativo de la pornografía fílmica, el intento por darle forma a un argumento y fluidez a una narración elemental hasta entonces en su estructura y fallido en sus alcances, que por lo menos mantuviera cierta lógica interna y justificara los actos sexuales del producto.

Damiano obtuvo una película más bien pobre en cuanto a forma y estructura, pero dio al cine porno una fórmula que sería retomada una y otra vez hasta la actualidad. Sin embargo, la trascendencia del film –que la tiene, muy a su manera- y su ubicación como pieza clave para una historiografía del género se debe menos a esto que a otros factores.

Porque vista hoy Garganta profunda es de manera absoluta un gag, un chiste pues, y es desde esa lógica como podemos identificar su brillo. No se trata de un ejercicio camp que provoque la risa indignante para el autor ingenuo más que ingenioso que cree haber hecho algo seriamente audaz, como sucede con la mayor parte de las producciones porno, sino de una auténtica comedia, con cierta lógica surrealista como en toda buena comedia.

Damiano, conciente de lo absurdo y disparatado del camino por donde puede conducir las convenciones, disfruta en torcer, en un sentido figurativo, los tópicos físicos del género, la materia genital, su materia prima, para de ahí desprender las motivaciones, tan absurdas como existenciales, de su protagonista. Así la gran Linda Lovelace se convertirá en la primera actriz porno cómica, en una ingenua chica atormentada por un orgasmo que desconoce y le resulta inalcanzable, hasta obtenerlo cuantas veces se le antoje una vez que descubra la malformación que la había condenado al vacío total: caprichosamente su clítoris se ha equivocado de lugar para ocultarse mejor ¡en la garganta! (quién dice que Cronenberg es el único ocurrente en concebir aberraciones orgánicas). Ese será su gran conflicto y a la vez su principal motivación ante la procuración del placer pleno.

Nuestra chica anorgásmica no será simplemente la carne que provoque el hambre de cuanto semental se le ponga en frente, sino se asumirá de entrada como un auténtico freak, que antes de convertirse en curiosidad de feria triple X o de ir a ocultarse en el circo del horror sexoso de Tod Browning, encontrará la salida más alegre y hedonista: convertirse en una tragona y compulsiva fellatriz.
Tal disparate –autoconciente, hay que decirlo- convirtió a Gaganta profunda en una auténtica cinta de culto y a Linda Lovelace, mujer de garganta profunda gracias a su malformación, en icono setentero.

Después de esta película delirante Damiano logró obtener cierto estatus como cineasta porno y cierto reconocimiento incluso por algún sector de la crítica especializada. Siempre interesado en los conflictos existenciales de sus personajes femeninos, este peculiar autor realizó otras tantas películas con muchas más ambiciones. El diablo en la señora Jones (EU, 1978) es para muchos su obra maestra aunque menos popular que Garganta profunda.

Linda Lovelace, por su parte, corrió con menos gloria. Como una disidente de la industria que le dio fama, decide exorcizar los demonios que la orillaron a tan estigmatizada profesión escribiendo sobre los infiernos a los que, según ella, estuvo sometida durante sus años como actriz; comienza abanderar causas feministas (en realidad fue usada por las feministas en su campaña de desprestigio contra la industria porno) dando conferencias, llenas de información menos reveladora y más contradictoria, y a fracasar, más bien, en su carrera como activista del sexo arrepentido. Pero ni con el arrepentimiento público la Lovelace pudo difuminar la sombra de ese nudo en la garganta que aún tras su muerte se ha resistido a desaparecer de la memoria colectiva.

(José Abril)