Tuesday, April 29, 2008

Negocios de familia



Nuevamente dos obras con enormes coincidencias. Ambas, firmadas por dos realizadores ya veteranos, uno más que el otro. Ambos planteando de diferentes formas prácticamente los mismos temas, conflictos, personajes. Ambos demostrando la fragilidad de eso que llamamos lazos familiares cuando la sombra de la codicia, la ambición, la consecuente culpa aparecen como una fuerza letal. Como sigue:

Los inquebrantables (Casandra’s dream, EU-Inglaterra, 2007). Salvo ese tropezón que representa Scoop (EU-Inglaterra, 2006), comedia desangelada e intrascendente en la línea de las comedias que había dejado antes de su partida de NY, uno puede pensar que a Allen, el húmedo y frío clima de Inglaterra le ha sentado bastante bien, que le ha permitido recuperar la fuerza de aquellas grandes obras del Allen “serio”, agudo observador de las tragedias y dilemas que tanto atormentaban a sus criaturas en películas como Interiores, Septiembre o Crímenes y pecados. Y creo que, muy a pesar de ciertos defectos, tanto Match point o ésta, su complemento, son dos muestras claras de ese estado de gracia del que parecía haberse alejado durante tanto tiempo. Digo complemento, porque ambas bien pueden funcionar a manera de díptico. Allen regresa, pues, al mismo planteamiento de su predecesora pero no como un intento para repetir posibles logros o caminar, sin riesgo, sobre un terreno ya caminado, sino para desarrollarlo y, sobre todo, concluirlo bajo un signo diferente aunque no contrario, bajo una mirada mucho más fría y distanciada pero no exenta del pesimismo que aquella, Match Point, por cierto cinismo evadía. Porque si en aquella era el azar (en alusión al partido de tenis) la que coronaba irónicamente al anti-héroe, aquí será la tragedia que define a la figura mitológica que se alude en el título la marca funesta en la vida de los personajes. Ahora el drama recae en la figura de dos tristes hermanos (Ewan McGregor, Colin Farrell) que por ambición se ven envueltos en un asesinato, y en ese drama la culpa, ahora ausente y presente en uno y en otro, será el punto de choque y de tensión en unas relaciones afectivas cada vez más degradadas, y el inicio de una estrepitosa y progresiva caída. Material suficiente: Allen nos vuelve a sorprender como un maestro en la dirección de melodramas -más que de thrillers-, contenidos a pesar de las dimensiones trágicas del argumento, tensos a pesar de –o quizá por – lo elíptico de la mayor parte de su desarrollo (esa dilatada secuencia previa al asesinato) y conmovedor pese al distanciamiento del propio autor respecto al tratamiento de sus personajes y acciones (ese Colin Farrel creible en la fragilidad psicológica y emocional que lo consume). Un Allen, pues, en plena forma.

Antes que el diablo sepa que has muerto (EU, 2007). Título irónico para una película tan cruel, no recuerdo haber visto. El regreso de Sidney Lumet, un veterano de larga trayectoria, más que la del propio Allen, sorprende en principio por los muchos puntos de contacto que tiene con la del neoyorkino-londinense; reducir a una mínima expresión el argumento de esta película sería como repetir la misma línea argumental de Los inquebrantables. Pero sorprende no solo por sus coincidencias sino por la manera con la que Lumet conduce la empresa, como si de corregir y aumentar la película de Allen se tratara. Mejor dicho: como si de retorcer aún más su planteamiento se pudiera. Y Lumet nos lo dice: se puede. Se puede en tanto que la tragedia ahora se expande hacia la familia toda; en tanto que la ambición parece corromper y dinamitar cualquier endeble vínculo afectivo entre los integrantes de este clan. Se puede en tanto que se resuelve como una suerte de veneno que se transfiere en cadena: el hermano que sacrifica al hermano que sacrifica –por error-a la madre…y así hasta cerrar el círculo. Se puede en tanto que la linealidad se rompe para volver una y otra vez a la secuencia clave, para reunir como rompecabezas todas y cada una de las partes, partes que son a su vez puntos de vista complementarios y cuadros psicológicos de cada personaje. Se puede en tanto que el clímax es catarsis y exorcismo visceral y desconcertante ajuste de cuentas . Se puede en tanto que la premisa, pues, ofrece material para una obra que no se avergüenza ni de su trepidante estructura de thriller negro ya probada por otros maestros ni de su esencia de estridente melodrama familiar envenenado. Antes de que el diablo sepa que has muerto es en definitiva la instantánea fotográfica de una familia hecha trizas frente a nuestro ojos por obra y gracia de Sydney Lumet, este sí en total forma.

(José Abril)

Wednesday, April 23, 2008

Flash back 5



De cuando Woody se creía Ingmar


Ustedes no están para saberlo pero mi desesperación ha llegado al grado de querer contarlo: la institución para la que trabajo lleva casi un mes de huelga y la huelga no es por parte del sindicato al que pertenezco. Hace unas horas me acabo de enterar que el asunto va para largo. No lo dudo: nuestro gobernador es un imbécil reaccionario, nuestro rector otro imbécil con eterna y repelente goma de mascar en la boca que no sabe escuchar y sólo sabe responder incoherencias, y por prudencia y ética mejor no digo nada de la lidereza sindical que está en medio de todo este embrollo. La verdad: estoy harto.

Que el refugio podría ser el cine: ¡Ja! Con la anémica cartelera que tenemos aquí no creo que haya mucha salvación. Ya vi y re-vi lo que tenía que ver: la de PT Anderson que no me convenció del todo, la de los Coen que me ha gustado las tres veces que la he visto, la de Juno que a pesar de lo artificioso de su acabado no me desagrado del todo (ya se que se ha vuelto deporte internacional despotricar contra ella pero Juno es de los personajes adolescentes más sólidos que me he encontrado en el cine en los último años. De seguro, algunos de aquellos que la criticaron son los mismos que celebraron la antropología sermonera, hipermoralista pero cool de Larry Clark en Kids), XXY que fue mucho más de lo que yo esperaba (siempre hay que buscar las cosas grandes donde uno menos se las espera –y no es albur-), los dos refritos de horror oriental, Imágenes del más allá y Una llamada perdida, que son literalmente un horror, Casi divas que es una mierda como mierda es La misma luna…En fin.

Pero como el tiempo en estos tiempos de huelga sobra y el dinero no, no hay como rastrear en la videoteca personal para (re)encontrar, recuperar y por lo mismo reafirmar –puñeteramente, ni modo- la grandeza de una que otra película que uno resguarda, aunque la grandeza sólo sea una percepción muy subjetiva.

Anoche volví a ver Interiores (EU, 1978), una de las mejores películas, para servidor, de Woody Allen dentro de su muy basta e irregular filmografía. Obra maestra indiscutible, sorpresivamente minimalista como nunca lo había sido el autor en su etapa inicial.

Para confirmar su admiración por Ingmar Bergman y de paso demostrar que la comedia no era su único territorio, Allen ofreció en el 78 este intenso y contenido melodrama, que poco o mejor dicho nada tenía que ver con sus creaciones anteriores. Geraldine Page, admirable como siempre, da vida a una madre terrible y manipuladora, a la misma altura que la Ingrid Bergman de Sonata de otoño, vampira afectiva que se alimenta y fortalece de la miseria existencial de aquellos que forman parte de su núcleo y a los que el fracaso parece marcarlos. El cineasta, por su parte, desarrolla un obscuro y ominoso retrato de familia que poco a poco se desmorona y se descubre como un infierno doméstico de implacables silencios. Sabiendo los alcances estéticos de la austeridad, Allen registra de una manera fascinante, casi expresionista (la fotografía, extraordinaria) este recorrido por el crepúsculo familiar y nos demuestra de paso que aun en el estado agónico de este clan hay belleza y poesía.

(José Abril)

Wednesday, April 16, 2008

El petróleo de Day-Lewis


Hay algo en Petróleo sangriento (EU, 2007), el aclamado y más reciente film de Paul Thomas Anderson que no me convence del todo. Sensación rara en servidor si se toma en cuenta que Anderson es de mis favoritos, y favoritos digo -no obstante el tropezón que significó Embriagado de amor (EU, 2002)- por esas dos obras maestras contemporáneas de la narración coral que son Boogie nights (EU, 1997) y Magnolia (EU, 1999), por la capacidad que había demostrado en retratar la miseria existencial a voces varias, por esa suspicacia de provocar la irrupción del absurdo y el delirio más desconcertante en historias marcadas invariablemente por el signo del dolor y la amargura en personajes tremendamente patéticos pero entrañables sin que el flujo de sus relatos sufriera resquebrajo alguno, y por ser en definitiva –ni modo, el lugar común es inevitable-uno de los pocos herederos dignos de Robert Altman, un clásico y un grande a pesar de sus altibajos en su extensa trayectoria.

Tal vez sea ese cambio de registro. Petróleo sangriento no es ya una película sobre vidas que se entrecruzan, algunas tal vez sin conocerse aunque compartiendo infiernos personales similares, sino el retrato de un sólo personaje definido, conducido y consumido por una ambición que crece pese a todo y a todos en lugares de un remoto, históricamente hablando, Estados Unidos. Ni representa, por lo mismo, la magistral destreza en el manejo de la simultaneidad en su estructura, sino la plana descripción de una trayectoria que se pretende ascendente en lo económico aunque éticamente en picada; que avanza mediante un desarrollo pausado, innecesariamente reiterativo, excesivamente descriptivo en ocasiones cuando la naturaleza del personaje ha quedado por demás clara durante sus primeros cuarenta minutos. Descripción a la que se integra una banda sonora, contenida, minimalista (cortesía ya saben de quien) que se percibe más como un ornamento musical distanciado, de escaso vínculo dramático con lo que las –eso sí-impecables imágenes muestran.

Tal vez sea la idea de cliché que rodea a la película. Petróleo sangriento se establece como obra y persigue su trascendencia a partir de un fantasma recurrente en el cine, que facilita su acceso al gusto de quienes suelen ver en él el gran tema, el gran personaje y el gran drama: el pobre hombre rico, el triunfador que lo tiene todo y a la vez nada, el capitalista por antonomasia que con su voracidad va cosechando su poderío y su poderío a su vez lo va aislando del mundo, lo va inhumanizando e inmunizando ante cualquier experiencia afectiva. El nombre es lo de menos porque personajes así ya hemos visto en pantalla tantos quizá como nazis diabólicos torturando judíos. Llámese este Charles Foster Kane, el paradigma, Tony Montana, la versión trash, o el Sr. Burns, la versión paródico-televisiva, y coloqué entre ellos todos aquellos que recuerde.

O quizá sea el actor protagónico. Petróleo sangriento es la odisea de un actor que se asume como grande, que irrita por su arrogancia, y que pretende no dejar dudas sobre sus cualidades histriónicas en cada frase, gesto, movimiento, no sólo en los encuadres de ésta sino de todas las películas que se han prestado para su lucimiento. Daniel Day- Lewis irrita y no por el personaje que interpreta, que tiene suficientes características para ser irritante, sino por su manera de trabajar su actuación. Actuación enfática, impostada, artificiosa, metódica hasta lo repugnante. Daniel Day-Lewis no es un camaleón sino un viejo actor de escuela que se disfraza siguiendo al pie de la letra sus aprendizajes y nos pretende recordar que estamos en su película por que la película es él. Day-Lewis es de esos actores que con sus paroxismos busca el reconocimiento (que finalmente lo obtuvo, claro está), que provoca sacrificar a otros actores como Paul Dano, mucho más natural y más convincente en el papel de un personaje clave e interesantísimo, desperdiciado a lo largo del metraje.

Insisto: a Petróleo sangriento algo le falta. Bueno, si pensamos que uno de los detalles es la presencia de Daniel Day Lewis, quizá falla entonces, para mí gusto, porque algo le sobra.

(José Abril).

Tuesday, April 08, 2008

Flash Back 4



Brook, Herzog y la locura

Hace unos días participé en una entrevista sobre el tema del arte y la locura, para ser más precisos sobre la locura y sus delirios y las maneras como estos se relacionan en el proceso creativo. Personalmente suelo ser un poco escéptico respecto a este tipo de discusiones, y de entrada dejé claro que no soy artista y que mi punto de vista sólo sería el de cualquier persona que gusta del arte, como público o espectador, y que específicamente mi opinión sería sólo en relación al arte que más me mueve, el que más disfruto y con el que me siento más cercano: el cine. De cualquier manera, no había forma de desarrollar reflexiones extensas y profundas porque la participación sería para una cápsula televisiva de escasos 3 minutos, y mi voz y opinión sólo sería una de otras cuatro que formarían el mosaico de apreciaciones.

Siempre he creído que pensar que en el artista hay algo de locura que lo conduce a generar obras sorprendentes, desconcertantes, y que gracias a ella su experiencia se vuelve irrepetible es una falacia, un cliché, una sobadísima idea romántica cosechada durante largo tiempo y del que se han servido buena cantidad de artistas para justificar lo indefendible. Aunque muchas veces el resultado parece indicarnos lo contrario, el acto creativo es un proceso por demás racional, y aun en el automatismo por el que abogaban los surrealistas, en la performance infinita en la que convirtió su vida Salvador Dalí, en las inquietudes provocadoras de Antonin Artaud y hasta en los delirios pan-sexuales de Alejandro Jodorowsky había plena consciencia de lo que se hacía y decía, toda una elaboración intelectual de sustento.

No digo que la sensación de locura no este presente en ciertas obras. La hay. Y esto se debe pues porque para el artista el arte es un vehículo para aproximarse, aproximarnos, a ella de antemano entendiendo lo que es, lo que significa y las posibilidades expresivas, muchas veces a nivel simbólico, que ella le proporciona. En el cine hay casos varios, y si de aproximaciones a la locura se trata son incontable esos casos que apelan a la descripción casi clínica del asunto, varias veces a través de melodramas edificantes tipo Atrapado sin salida (Forman, 1975), que se ha vuelto paradigmático.

Cuando hablo de locura en el cine, y no desde su abordaje clínico sino de sus formas puramente expresivas, de sus posibilidades puramente estéticas, la locura como discurso, pues, en caso de que ello se pueda, siempre pienso automáticamente en dos obras que aprehenden la locura de una manera excepcional: Marat-Sade (Inglaterra, 1967), del veterano excineasta y director escénico Peter Brook, y Los enanos también crecieron desde pequeños (Alemania, 1970), del quizá único sobreviviente interesante de aquel Nuevo Cine Aleman Werner Herzog (si Fassbinder sobreviviera otra cosa sería). Ambas son grandes, atípicas, hasta hoy insuperables. Y ambas se aprecian literalmente como un extraordinario, delirante ejercicio de locura absoluta.

La primera es la adaptación cinematográfica de la obra de teatro de Peter Weiss, en la que se recrea sin escatimar exceso alguno, la representación teatral que hizo el Marqués de Sade en el interior del manicomio en el que estuvo encerrado, sobre el asesinato del ideólogo y político francés Jean Paul Marat. Tanto en la película como en la obra la locura está al servicio de la creación porque es la locura la que proporciona el grado de irreverencia y provocación deseado por el Marqués, y los locos y sus a veces desarticuladas vociferaciones y grotescas caracterizaciones las que ofrecen ese retrato distorsionado cercano a la pesadilla, al horror más puro, de la realidad del momento.

Horror y pesadilla que se nos muestra más en bruto en la segunda. Si uno pensaba que no se podía llegar más allá de la propuesta de Brook, Herzog, quien más adelante se acostumbrará a trabajar con locos (¿acaso Klaus Kinski no lo era?) y que la locura será un tema muy caro a su obra, decide realizar un experimento donde el orden no tiene cabida, y el caos es la única ley que rige el universo y la única (no) lógica de todo lo que acontece, en la (no) historia de un grupo de enanos que pierden el control de sí mismos y expanden con su locura la desolación absoluta, la destrucción de esa institución en la que se encuentran. Pocas obras son tan exasperantes como ésta, y aguantar el metraje es todo un reto. La película está conformada por una serie de secuencias que harían palidecer al autor de horror más extremo aunque no haya sangre humana que se derrame, ni seres sobrenaturales que digan “bu”. Sólo basta recordar aquella larguísima secuencia en la que unos gallos se pelean hasta matarse, mientras la banda mezcla casi de forma arbitraria una serie de melodías y carcajadas agudas e irritantes de los enanos que los contemplan para que los vellos se ericen.

Ni Brook ni Herzog estaban locos ni creo que se asuman como tal. Son dos genios que nos han acercado estos sí de forma contundente a eso que otros blandamente pretenden sublimar.

(José Abril)

Thursday, April 03, 2008

La negra flor




La dalia negra (EU, 2007), el penúltimo largometraje – apenas estrenado aquí, en estos lados- del siempre -a pesar de todo y duélale a quien le duela- notable Brian de Palma, aborda un caso de nota roja largamente acariciado como proyecto por Hollywood y algunas veces discretamente aludido (Mulholland falls, Tamahori / L.A. Cofidential, Hanson, ambas de 1997): el atroz e irresuelto asesinato de Elizabeth Short, una pin-up girl de la década de los 40s apodada como el título mismo. Si bien dista de ser una obra maestra plenamente lograda, la película contiene una serie de aspectos que la redimen por mucho de esa ignominia a la que varios críticos han querido destinarla. Una obra tan imperfecta como fascinante, llena de trampas argumentales, diálogos a veces desternillantes, caprichosos cambios de tono y caídas de ritmo pero articulada también a través de una serie de aciertos que contribuyen a su brillo pese a todo.

Se trata, pues, de un barroco y rocambolesco thriller, como ya lo era Femme fatale (De Palma, 2005), de suprema estilización y de plena autoconciencia cínica que se solaza en lo tópico y codificado de su esencia (entre muchas otras cosas, es un mediocre detective el hilo conductor y el que da cuenta, voz en off claro está, del proceso de la invetigación del crimen), en lo recargado de su atmósfera de sulfuroso film noir envenenado casi autoparódico (arrebatos pasionales sobre el comedor o bajo la lluvia a lo El cartero llama dos veces, policías indignados ante el visionado de pornografía lésbica, delirante cena familiar con madre que estalla en histeria con harto sabor lynchiano) y en la absoluta ausencia de ingenuidad de un puñado de personajes-tipo maliciosos a rabiar, todos ellos de dudosa integridad y hasta sexualidad ambigua (la fuerte amistad entre los dos detectives desestabilizada por la infaltable rubia, y la infaltable, también, femme fatale sospechosa del crimen, ahora morena y medio lésbica, encarnada por una sorprendente Hilary Swank casi casi robándose la película).

Un thriller a lo Twin Peaks, donde la víctima y el misterio que la rodea es más un pretexto que el tema en sí. Un pretexto con el que poner en relieve la pudrición de un estado de cosas: el trasfondo oscuro de un Hollywood tan siniestro como las películas de la Universal, un sistema policial corrupto y coludido con el crimen porque el crimen, aunque el cine diga lo contrario, siempre paga, familias pudientes que forjan su poderío mediante estafas, engaños y doble moral.

Un thriller resuelto ingeniosamente mediante un entramado metatextual, bajo la lógica de un abismal juego del cine dentro del cine. Si el caso de Elizabeth Short ha adquirido una dimensión casi mitológica en la realidad, De palma parece querer respetar esa dimensión aun dentro de su ficción: La Dalia negra es pues una película donde las películas son epifanías y fascinación necrófila, descubrimiento y turbación. Es un film silente el que permite el hallazgo un tanto descabellado, como filmes son también nuestros únicos puntos de contacto, más cercano a lo morboso, con la presencia de esa bella víctima que tristemente ha trascendido en el tiempo.

(José Abril)