Tuesday, April 28, 2009

Una breve / II

Ron Howard no es un director que me despierte interés alguno. Sus películas generalmente me provocan una flojera automática, tanto como las de ese otro impersonal artesano Joel Schumacher, y si acaso haya alguna que recuerde ajena a esa somnolienta sensación tendrá más una justificación puramente nostálgica que cinematográfica (Cocoon, 1985; cinta que prácticamente inauguraba nuestras adolescentes sesiones barriales de la incipiente televisión por cable). Pese a ello, hay algo en Howard que en el fondo me simpatiza: su falta de pretensiones intelectuales, su total ausencia de arrogancia demiúrgica y de complejo “autoral”. En otras palabras: su abierta vocación por buscar no la “trascendencia” (filosófica, artística) sino la muy válida aceptación de un público que quiere divertirse en el sentido más convencional del término.

Y ese Ron Howard, versión low-fi de Spielberg, unas veces naif, otras tantas torpe con los proyectos que encabeza y casi siempre palomitero, es el que me ha provocado una sonrisa de satisfacción muy privada. Me explico: Pues nada, que es Howard el que ha superado en su propio territorio a Oliver Stone, realizador sobrevalorado por antonomasia, éste sí con ínfulas de “autorpolémico”, de agitadora conciencia estadunidense, y oportunista republicano de closet con bandera de liberal. Su Frost/Nixon: la entrevista del escándalo (EU, 2008) dice mucho más sobre Richard Nixon, sin siquiera ser el personaje-tema, sin siquiera ser enfático, sin siquiera recrear in extenso su vida, que aquella soporífera, tediosamente exhaustiva bio-pic con aspiraciones de tragedia shakespieriana que había filmado Stone en 1995 (Nixon, EU).

Algo de envidia profesional debió haber hecho temblar al Stone de piedra al ver como un realizador “menor” demostraba mejor tacto..

(José Abril)

Tuesday, April 21, 2009

Juego de niños



Lejos de hacer el clásico juego referencial, homenajes sobadísimos y guiños múltiples al fan de cine de terror, en especial el de vampiros, Déjame entrar (Suecia, 2008), esa película sueca que aborda el asunto de los chupasangres, prefiere instalarse mejor en un terreno baldío. Sí, se apropia de la figura arquetípica, pero lo suyo no es el desarrollo de la historia al uso con consabidas señas de identidad (iconografía cristiana como antídoto, sexualidad latente o metaforizada por el mordisco o pálida aristocracia rancia que viste a la moda pretérita con ecos “modernos” de cualquier darketo impostadamente solemne y trasnochado). Los vínculos entre shock y glamour tenebroso, de hecho, aquí no existen.

Ni efectismo de fuegos artyficiales, ni soliloquios existencialistas sobre la eternidad y la condición de ser verdugo han tenido cabida en esta conmovedora historia que tiene más de fábula sobre la infancia, sus mecanismos de sobrevivencia, y los juegos que, solidariamente, se detonan para sobrellevar una etapa muchas veces sobrevalorada independientemente de sí ésta sólo es un trámite que todos tenemos que procesar o, peor aún, cuando ésta, en el plano de la dimensión fantástica, pareciera estar maldecida por la eternidad.

Sí, hay sangre, y por supuesto hay víctimas, varias y en varios sentidos. Las de rigor, aquí los ordinarios adultos, sacrificables porque hay que alimentarse; reducidos a carne vil cuando el hambre llama y las tripas gritan por ella. Las más significativas, la condición de víctima que facilita la infancia, la del desamparo, como la de Oskar, ese solitario niño con eternos mocos fríos bajo la nariz que encuentra su refugio y motivación para sobrellevar los escarnios escolares en Eli, esa eterna niña, desamparada también a su manera, con la que noche a noche se encuentra en pos de un refugio correspondido.

Veo Déjame entrar y veo en ella un ejercicio a la manera de Trouble everyday (Francia, 2003), ese obra maestra de Claire Denis. Como la Denis, Tomas Alfredson se apropia de algunos signos del cine de terror para sacudirlos de su estridentismo, resemantizarlos y elaborar, aunque parezca paradójico dada la naturaleza del género, un tratado de melancolía pura, una obra-estado de ánimo y, en este caso, de una ternura subyugante que en el plano de lo estético encuentra poesía y belleza incluso en las situaciones más terribles (la escena final de la alberca es de una perfección que hasta la fecha me obsesiona).

Déjame entrar o el cuento sobre dos niños marginales y taciturnos que se dan el lujo de proporcionarse un final feliz tan contundente, audaz y perverso como nunca se había atrevido ninguna película de terror con adultos colmilludos, siempre tan melodramáticos, tan dados al exceso de sus pasiones, pues.

Nota al margen: Fui a ver la película a la primera función pensando estar en la sala prácticamente solo. Primera sorpresa (desagradable): a la misma sala entraron una parvada de adolescentes preparatorianos ruidosos, bromeando, gritoneando y albureando antes del comienzo de la película. Segunda sorpresa (agradable): minutos después de iniciada la película empieza a dominar un silencio total que se mantiene incluso hasta que todos abandonamos la sala. ¡No daba crédito! La película tiene un efecto hipnótico irresistible.

(José Abril)

Wednesday, April 15, 2009

Oír y no ver



“Quien por doquier dispersa la mirada no ve nada o ve mal” decía Diderot muchos años antes de que el cine apareciera sobre la tierra. Y sin embargo sus palabras suenan tan tremendamente cercanas como un mordaz dictum cuando películas como Kurt Cobain (About a son, EU, 2006) aparecen frente a un servidor. El documentalista A.J. Schnack, responsable de tal ejercicio, ha hecho la labor de turista tradicional que pisa, mira y captura cinematográficamente territorios, espacios y rincones cotidianos, fotogénicos las más de las veces; lugares que carecen objetivamente de toda dimensión, pero que el propio cineasta los cree cargados de un plus poético, sentimental, simbólico –del que el espectador informado o no, difícilmente logra percibir- por haber formado parte de ese pasado evocado en off por el propio Cobain.

Es cierto. El riesgo es interesante: aproximarse a la figura del polémico cantante sin necesidad de colocar un solo fotograma de su rostro, de su presencia física, a excepción del final. Pero el resultado dista mucho de las pretensiones iniciales. Como decía Diderot, pues, Schnack ha dispersado su mirada, lo ha visto todo y a la vez no ha visto nada, lo ha capturado todo y nos devuelve una sucesión de cuadros urbanos, carreteras y rostros anónimos que se pretenden imágenes-estados de ánimo, muy arbitrario en su articulación aunque el montaje casi caprichosamente pretenda dar coherencia al asunto mediante inter títulos de ubicación geográfica (de Aberdeen a –claro está- Seattle) y juegos cursilíricos con animaciones sobre puestas.

Es evidente que el realizador ha intentado un poema audiovisual a la manera de los extraordinarios trabajos de Jonas Mekas (cineasta que sí hizo de la bitácora, el tránsito y el desplazamiento, obras cinematográficas de una poesía insuperable) pero los resultados extáticos de Mekas se transforman en Schnack en tedio absoluto.

Un tedio absoluto, porque para Schnack lo que debe importar no es tanto lo que vemos sino lo que oímos. Anti cine puro. Lo que se dice y quien lo dice es lo que llenará –o deberá llenar- el vacío del que padecen las imágenes. Bla bla bla. Fragmentos de una entrevista que Kurt Cobain ofreció al periodista Michael Azerrad un año antes de su suicidio (o un año antes de su asesinato según el sensacionalista documental de Nick Broomfield) es lo que escuchamos en off. Y no precisamente como contrapunto ni como vínculo o complemento sonoro de lo que se nos muestra.

Sí, escuchamos a Cobain hablando y hablando y hablando sobre cosas de sobra conocidas: su infancia, su adolescencia, sobre su odio a los periodistas, etc. Y durante poco más de una hora estamos en una sala obscura, bajo la idea de estar escuchando una estación de radio (con bienvenidas intervenciones musicales de David Bowie, Bad Brain, REM, entre otros) mientras el turista entusiasmado nos proyecta sus diapositivas de viaje. O en el peor de los casos, bajo la incómoda sensación de metiches auditivos que escuchan una conversación telefónica, enterándose de cosas que ni le van ni le vienen, mientras monótonamente hacemos zapping por los canales de un televisor con servicio de paga (por aquello de la ausencia de publicidad).

(José Abril)

Monday, April 13, 2009

"Vacaciones" permanentes

La semana santa concluye, pero la huelga se mantiene...

Friday, April 03, 2009

Superstar


Gracias al cine Jesucristo devino personaje mediático, icono rentable del que no se duda su fuerza para seducir a las masas quienes acudirán, siempre, fieles a cada nuevo espectáculo que en torno a él se construya. Su historia ha sido motivo de variopintas ficciones. Cada generación, pues, ha tenido el vía crucis cinematográfico que se merece, y cada vía crucis ofrece las variantes que el momento pueda ofrecer. Una revisada superficial nos lo constata: en más de cien años de historia cinematográfica Jesús y su multicitado calvario ha pasado de ser parte de la ampulosidad kitsch de las megas producciones de Cecil B. DeMile a aproximaciones tan delirantes y splatter como la de Mel Gibson; entre aquellas y ésta encontramos innumerables películas que enlistarlas ocuparía cuartillas enteras y que hacen las masoquistas delicias de cualquier católico ocioso en su obligado y maratónico pase por televisión en tan aburridos días como los que se avecinan. Todas ellas, aunque aparenten diferencias, en esencia resultan ser la misma cosa.
Sin embargo, hay excepciones, para bien de Jesús, ese sobadísimo personaje fílmico, ese superstar redivivo cada año, y salud mental de nosotros los espectadores. Una de ellas es una divertidísima comedia con toda la voluntad de serlo, es decir, una película plena de humor y gags de naturaleza irreverente. Y considero necesario señalarlo –lo del humor-, aunque parezca obvio, pues debemos tomar en cuenta que en buena parte de la obra fílmica inspirada en Jesús el humor siempre ha estado presente, pero de manera involuntaria, inherente al exceso sentimentalista, a unas actuaciones que se pretenden sublimes y más aún en esa voluntad evangelizadora de quien firma el producto.
La vida de Brian (Monty Python’s life of Brian, Inglaterra, 1979), la película en cuestión, es comedia en el sentido más puro del término. La película viene firmada por Terry Jones, pero el proyecto total (producción, guión, actores) fue producto de uno de los colectivos de comediantes más corrosivos que ha dado la televisión, británica en este caso: los Monty Python, grupo del que salieron realizadores como el propio Jones, John Cleese y Terry Gilliam
La vida de Brian es una recreación de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, en clave de parodia ácida y sátira política. Y si bien Jesús no es el personaje principal, de hecho, si mal no recuerdo (hace años que no veo la película) apenas y lo vemos físicamente en algunas escenas, es evidente su papel de sombra referencial de un patético Brian que como protagonista funciona a manera de figura-signo.
Como el título lo indica, es la biografía imaginaria de un tipo que tiene la mala suerte de nacer el mismo día y a escasos metros del lugar en el que nace Jesús, y al igual que él terminará sus días en la cruz. Su torpeza y mala suerte lo orillan a ser confundido con el mesías e involucrarlo en las situaciones más hilarantes.
De una rabiosa incorrección política y religiosa, la película se sostiene como una historia de equívocos que dan pie a unas escenas memorables y vigentes en su mordacidad como nunca lo consiguió Buñuel en sus películas más presumiblemente antirreligiosas: baste citar el inicio con los tres reyes magos malhumorados ante un hallazgo erróneo o ese extraordinario y desternillante final, de auténtica antología, en clave de comedia musical deliberadamente ridícula, donde los Python no escatiman recursos ni en un sentido del humor bastante negro ni en una puesta en irrisión de una imagen, la cruz, por muchos venerada.
Sí usted es de esas víctimas del bombardeo mediátco evangelizador en estos días, le recomiendo La vida de Brian. Como antídoto, les aseguro, es infalible. Amen…

(José Abril)