Tuesday, April 06, 2010

Flashback 13: Losey, Joseph Losey


La sombra del vampiro

A veces tengo la impresión de que a Joseph Losey (EU 1909- Ing 1984) se le olvida injustamente y con frecuencia. Olvido del que, vergüenza asumida, servidor frecuentemente también ha participado. Quizá se deba al hecho de que Losey de su muy numerosa y amplia filmografía, realizada en poco más de cuatro décadas, muy pocas películas, por no decir ninguna, adquirieron esa dimensión canónica, ese valor icónico que el paso del tiempo les otorga a los clásicos. Aclaro: no quiero decir que sus películas carezcan de valor o interés; lo tienen y tal vez mucho más que cualquiera de aquellas películas que los críticos e historiadores le suelen atribuir a algún realizador que, viéndolo en retrospectiva, resulta sobrevalorado. Incluso muy a pesar de su posible irregularidad en su trayectoria. Pero su presencia en el ámbito cinematográfico, para ser realistas, fue más bien discreta. Y hablo de discreción si lo comparamos con el resto de su generación: Kazan, Huston, Wilder, quizá Hitchcock.

De Losey, cuando se habla, generalmente es a través de El mensajero (Inglaterra, 1971). Pero El mensajero o The go-between (título que dio origen a una de las bandas de pop australiano más interesantes de los 80s -dicho sea de paso), aunque suele ser recordada como su obra cumbre, dista mucho de ser la más interesante, por lo menos para servidor. Sí, de que es una conmovedora y bellísima historia de amor donde las diferencia de clase es un lastre, como en las películas más personales de Losey, no hay duda; de que su ambientación, la fotografía y las actuaciones (Julie Christie y Alan Bates extraordinarios) están en su justa medida, tampoco. Pero su excesiva corrección formal, su esteticismo académico, su decadentismo protoviscontiano lo alejan bastante del mejor Losey.

Para decirlo pronto: El mensajero puso fin de manera ampulosa a la mancuerna que Losey había establecido con el dramaturgo Harold Pinter a partir de la que fue su mejor obra: la muy modesta pero muy poderosa El sirviente (Inglaterra, 1961).

Y es que El sirviente tiene esa complejidad que, entre otras muchas cosas, nos ofrece la facilidad de ser vista bajo el prisma del terror psicológico, de siempre dar la impresión de estar filmada con mano y mirada nerviosas, impulsivas (sobre todo en su segunda parte), aun bajo su evidente puesta en escena calculada, controlada hasta el más mínimo detalle. El sirviente pues es una película con ese espíritu moderno, audaz, muy propio del cine que se gestaba por aquellos años en Inglaterra (el de los jóvenes airados, el del Free cinema) firmado irónicamente por un estadunidense exiliado y veterano.

Ya sé que por las posturas ideológicas de Losey (comunista confeso y por lo mismo exiliado en Inglaterra huyendo de la maccarthysta cacería de brujas) su lectura más obvia es la de la lucha de clases, metafóricamente hablando, y su final un ajuste de cuentas, una revancha de clase. Pero siempre me ha gustado ver la película como una ingeniosa variante a la vez que puesta al día de la figura del vampiro. Y es a partir de la figura de un vampiro, en este caso terrenal, demasiado terrenal, humano, próximo, como Losey y Pinter desarrollan la crónica de una relación patrón-sirviente, laboralmente más o menos convencional en un inicio, degradada, pervertida hasta terrenos insospechados hacia el final. Aquí la “víctima” (por su condición de clase), o sea el sirviente, es en realidad un victimario en potencia, un sociópata en serie que se apropia, como todo vampiro, de la voluntad de cuanto aristócrata se le atraviese para vivificarse sobre la degradación moral a la que los ha orillado. En El sirviente no hay buenos con quien empatizar porque repele tanto ese mayordomo (enorme Dirk Bogarde) arribista y maquiavélico, siniestro en más de un sentido, como el irremediable patetismo de ese aristócrata sin voluntad propia.

En las antípodas de El mensajero, El sirviente es una inquietante película en la que la obscuridad, literal y simbólicamente, dramática y formalmente, va tomando dominio de manera progresiva. Es una película expresionista, a destiempo si se quiere, pero expresionista. Expresionistas son esos juegos de luces y sombras, de claroscuros que van delineando esa casona tomada, intervenida. Expresionistas son esas composiciones que tienden a distorsionar el espacio y esos reflejos deformantes que devuelven los espejos que tan obsesivamente Losey encuadra. Expresionista son los gestos de Bogarde remarcados bajo una luz casi espectral. Y, definitivamente, expresionista es esa atmósfera opresiva, crispada, que nos ofrece el director, pesimista a fin de cuentas, como único paisaje posible.

Tal vez delire, pero aquellos momentos en los que me acordaba de Losey vía El Sirviente fueron aquellos momentos que vi ciertas películas de Polanski, otras tantas de Fassbinder y, oh sorpresa, alguna de Cronenberg (especialmente Dead Ringers). Ni modo, ideas de uno.

(José Abril)