George A. Romero ha sido bastante irregular en su trayectoria como realizador de películas de horror, pero, no hay duda, donde ha pisado fuerte, con seguridad y extraordinarios resultados ha sido en sus célebres –paradigmáticas- y ya clásicas entregas de películas sobre zombis. Es en ellas donde ha demostrado sus habilidades cinematográficas y su muy especial concepción del género, misma que le ha permitido adoptarlo como un filtro a través del cual puede mirar de forma crítica su espacio y su tiempo. Y es que Romero podrá haber fallado en algunos momentos de su carrera, pero nunca ha pecado de cineasta políticamente ingenuo; ha sido un agudo observador de la realidad, y sus películas sobre los muertos vivientes, se aprecian como alegorías incisivas de esa realidad. El comentario oportuno social y político, pues, siempre ha estado presente: el microcosmos definido por las tensiones raciales, de clase, de género y el desmoronamiento familiar que era aquella casa en medio de la nada y rodeada de muertos resucitados en La noche de los muerto vivientes (EU, 1968); el carácter básicamente consumista de la sociedad norteamericana castigado cruel y visceralmente por unos zombis que invaden un mall tomado como refugio en El amanecer de los muertos (EU, 1978); o el mundo subterráneo dominado por militares intransigentes en El día de los muertos (EU, 1985). El regreso de Romero a su tema tan querido, después de 20 años, con La tierra de los muertos (EU, 2005) es también, y para terminar pronto, un regreso a esa saludable perspicacia.
Ahora las cosas han cambiado significativamente: los zombis poco a poco van dejando su condición de autómatas antropófagos adquiriendo cierta conciencia, sus víctimas, los vivos, habitan una especie de isla urbana, lejos del alcance de su voraz apetito; en ella sobresale una enorme torre habitada por la clase económicamente privilegiada. Los pobres, los miserables, rodean, en el exterior, la torre con sus casas improvisadas. El dueño de esta ciudad, que recuerda en su división social y espacial a la de Metrópolis, es un ambicioso y despiadado magnate encarnado con maldad contenida por, claro está, Dennis Hopper, quien desde las alturas de su enorme edificio todo lo ve y todo lo controla.
Evidentemente la película se ofrece como un reflejo caricaturizado, irónico y exacerbado de la realidad norteamericana post-11 de septiembre. Romero, sin pudor, sin sutilezas, recurriendo a un argumento a veces delirante pero autoconsciente (hay momentos en la película que, siendo honestos, bordean el ridículo) y a una puesta en escena barroca y sanguinolenta, recrea una Norteamérica caracterizada por los vicios políticos por todos conocidos, y las motivaciones de los zombis ahora parecen estar estrechamente relacionadas con ello. En ese sentido, buena parte del valor de la película radica en sus connotaciones: el personaje de Hopper funciona como el retrato de un Geroge Bush desquiciado, necio, intransigente, arrogante y traicionero, y el hecho de que muera a manos de un par de zombis que en vida fueron marginados sociales (uno de raza negra, el otro de origen latino) no hacen mas que hacer mucho más precisos esos referentes.
Romero ha filmado con un espíritu que ya quisiera la nueva camada de cineastas jóvenes del género, casi siempre contenidos y autocensurados, estileros herederos del look fashion de la MTV. El cineasta no depara en sus impulsos descriptivos y explícitos en las escenas de violencia carnívora, y ofrece a su vez, no obstante la visceralidad, algunas imágenes de una elegancia y refinamiento inusitados (los zombis emergiendo lentamente del agua dirigiéndose a la ciudad en la nebulosa noche es, para mi gusto, uno de los mejores); otros son verdaderos detalles de cierto sadismo implacable: solo basta ver la desoladora parte final, la orgía de carne y sangre a la que han sido sometidos los pocos sobrevivientes que lograron escapar de aquella torre que los resguardaba con lujosa comodidad, escena, por cierto, que tiene mucho de humorada negra, con ecos de revancha de clase que provocaría la envidia de un Buñuel, tan interesado en la puesta en ridículo de ese discreto encanto de la burguesía, en caso de estar vivo y de haberse interesado en los caminos del gore.(Por Josè Abril)
Ahora las cosas han cambiado significativamente: los zombis poco a poco van dejando su condición de autómatas antropófagos adquiriendo cierta conciencia, sus víctimas, los vivos, habitan una especie de isla urbana, lejos del alcance de su voraz apetito; en ella sobresale una enorme torre habitada por la clase económicamente privilegiada. Los pobres, los miserables, rodean, en el exterior, la torre con sus casas improvisadas. El dueño de esta ciudad, que recuerda en su división social y espacial a la de Metrópolis, es un ambicioso y despiadado magnate encarnado con maldad contenida por, claro está, Dennis Hopper, quien desde las alturas de su enorme edificio todo lo ve y todo lo controla.
Evidentemente la película se ofrece como un reflejo caricaturizado, irónico y exacerbado de la realidad norteamericana post-11 de septiembre. Romero, sin pudor, sin sutilezas, recurriendo a un argumento a veces delirante pero autoconsciente (hay momentos en la película que, siendo honestos, bordean el ridículo) y a una puesta en escena barroca y sanguinolenta, recrea una Norteamérica caracterizada por los vicios políticos por todos conocidos, y las motivaciones de los zombis ahora parecen estar estrechamente relacionadas con ello. En ese sentido, buena parte del valor de la película radica en sus connotaciones: el personaje de Hopper funciona como el retrato de un Geroge Bush desquiciado, necio, intransigente, arrogante y traicionero, y el hecho de que muera a manos de un par de zombis que en vida fueron marginados sociales (uno de raza negra, el otro de origen latino) no hacen mas que hacer mucho más precisos esos referentes.
Romero ha filmado con un espíritu que ya quisiera la nueva camada de cineastas jóvenes del género, casi siempre contenidos y autocensurados, estileros herederos del look fashion de la MTV. El cineasta no depara en sus impulsos descriptivos y explícitos en las escenas de violencia carnívora, y ofrece a su vez, no obstante la visceralidad, algunas imágenes de una elegancia y refinamiento inusitados (los zombis emergiendo lentamente del agua dirigiéndose a la ciudad en la nebulosa noche es, para mi gusto, uno de los mejores); otros son verdaderos detalles de cierto sadismo implacable: solo basta ver la desoladora parte final, la orgía de carne y sangre a la que han sido sometidos los pocos sobrevivientes que lograron escapar de aquella torre que los resguardaba con lujosa comodidad, escena, por cierto, que tiene mucho de humorada negra, con ecos de revancha de clase que provocaría la envidia de un Buñuel, tan interesado en la puesta en ridículo de ese discreto encanto de la burguesía, en caso de estar vivo y de haberse interesado en los caminos del gore.(Por Josè Abril)
5 comments:
Puedo estar de acuerdo contigo casi en todo, menos que su última película de zombis fue hecha hace diez años si fue en 1985. A menos que las matemáticas mientan, debería decir 20 años.
(y ya ponle el filtro para el spam a tu blog, plis)
efectivamente, me equivoquè...chale! gracias por la correcciòn
Quèè!! Rusted, como te atreves a pasar por alto una pelìcula de Romero. Pues vale màs que vayas, en estos tiempos no podemos darnos el lujo de ignorar las obras (por màs malas que sean) de un AUTOR (en el sentido sesentero del tèrmino), y pèsele a quien le pese ROMERO lo ha sido desde sus lejanos incios. En lo personal, prefiero èsta que la serie de pelìculas superproducidas plagiadas de los japoneses, tan frìas, esterilizadas y correctìsimas en su factura que han sobrepoblado el gènero en los tiempos recientes.
Es de llamar la atención en está película, como los ricos viven en una cápsula o burbujita, mientras que los pobres a manera de homeless, son los primeros que son usados como carne de cañón cuando entran los zombies.
Pero es curioso como desde el inicio los zombis parecieran tener claro su objetivo: la torre...quieren llegar a ella aunque tengan atragantarse con todo lo que se encuentren en su camino
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