Monday, June 11, 2007

23

Sus inicios como diseñador de vestuario para películas que hoy muy pocos recuerdan (salvo sus trabajos con Woody Allen, especialmente Interiores) parecen haber alimentado la concepción de la dirección cinematográfica de un Joel Schumacher cada vez menos solvente (en caso de haberlo sido en algún momento), pues para este artesano hacer películas se asemeja cada vez más a la labor de aquel que confecciona vestidos que, más allá de su función dramática, puedan ocultar la infinidad de defectos que el portador de la prenda guarde en su cuerpo. La lógica, pues, de que la apariencia vale más de lo que atrás se encuentra ha pasado de aquel joven diseñador a un ya veterano director.
Sus películas, la mayoría sino es que todas, no han pasado de ser lujosos artefactos visuales, de superficies siempre suntuosas pero carente de contenidos sólidos. Porque en las películas de Schumacher, la fotogenia y el diseño de producción, a medio camino entre lo kitsch y lo abigarrado, siempre salen al quite ante unos argumentos llenos de huecos, pretenciosos, mal desarrollados y pésimamente resueltos como si de una versión devaluadísima de la dupla Scott –Ridley y Tony- se tratara.
Lo anterior viene a cuento no porque nos interese hacer una revisión de la trayectoria de este impersonal realizador, sino por su más reciente trabajo: The number 23 (EU, 2007), película de interesante premisa (la obsesión al borde de la locura de un hombre ordinario por él número en cuestión) que de inmediato se ve boicoteada por un torpe desarrollo lleno de absurdos y una dirección insegura que parece confundir los tonos de la narración.
Son dos historias la que se nos plantea: la de Walter Sparrow (Jim Carrey, nuevamente en un papel lejos de sus registros cómicos), un noble caza-perros callejeros que se interesa de manera progresiva en la ficción de una novela titulada como la película misma, en la que encuentra enormes similitudes con su propia vida pasada, y la del Sr. Fingerling (el propio Carrey), el protagonista de la ficción que tan ávidamente sigue aquel lector ensimismado. La vida de Sparrow es, por sus dimensiones, un thriller psicológico que coquetea con el horror al verse trastocada por la misteriosa ficción. La de Fingerling, es una suerte de noveleta noir tan tópica ( Detective decadente, Rubia fatale suicida, erotismo sadomaso) que se aproxima a la caricatura. Al final ambas historias logran fusionarse en un clímax rocambolesco y disparatado, tan rebuscadísimo como previsible, aunque nos recuerde bastante a la de aquella estimable Corazón satánico (Parker, EU, 1986).
Schumacher ha sido incapaz de lograr una progresión dramática que permita al film sacudirlo de su uniformidad. La experiencia es sumamente aburrida, pues el guión carece de matices que permitan despertar la curiosidad del espectador, engancharlo y envolverlo en una obsesión que de entrada se antojaba vertiginosa y desbocada. Donde debiera imperar un clima agobiante y enfermizo, sólo alcanza para una serie de detalles de lo más pueriles que ponen constantemente en duda la supuesta seriedad del film. Abundan, por ejemplo, situaciones de un humor involuntario desarmante (el perro-“conciencia” de Sparrow como un irrisorio motivo recurrente), toscos efectos esteticista (las torpes transiciones de la realidad de Sparrow a la ficción de Fingerling) y una involuntaria ambigüedad en la recreación de esa ficción aportada por la novela maldita (al seguir la historia del detective, uno se queda con la duda de si el embrollo va en serio o pretende ser paródico, sensación que hasta el propio Carrey parece experimentar al actuar como si estuviera reprimiendo su veta cómica).
¿De que ha sido capaz, entonces, Schumacher? Pues de sacar su talento de diseñador. Adornar en exceso la apariencia. Nuevamente la fotogenia, los abrumadores efectos de filtro e iluminación y una forzadísima atmósfera opresiva tomada prestada de la también irrelevante y falsamente siniestra 8mm (Schumacher, EU, 1999), aparecen para intentar llenar un vacío insalvable. (José Abril)