Hace algunos post lamentábamos la ausencia de Wes Craven como realizador y su comodina presencia como productor de los remakes de aquellas películas que forjaron su prestigio (The Hills have eyes 1 y 2; La última casa a la izquierda a punto de estrenarse). Al final preguntábamos medio en broma: ¿para cuándo el remake de Pesadilla en la calle del Infierno? Y bueno, confirmado ya está. El estreno de Freddy Krueger versión Samuel Bayer, videoclipero cotizadísimo, está previsto para el 2010, pero la producción corre a cargo no de parte de Craven sino de Michael Bay, quien se ha dedicado a hacer fortuna poniendo al día esa serie de personajes que nos aterrorizaron en los primeros ochenta
¿Y Craven? De Wes Craven podemos lamentar su ausencia tras la cámara y su posible agotamiento creativo – pasajero, esperemos- pero nunca criticarlo de incongruente. Hace más de una década que Wes Craven cerró –tal vez ‘clausurar’ sea la palabra correcta- el episodio Krueger de su filmografía, con una dignidad de la que pocos autores del género pueden presumir, con la realización de La última pesadilla (Wes Craven’s New Nightmare, EU, 1995). En su momento escribí algo acerca de ella, y dado el inminente regreso del personaje me permito reciclar aquella reflexión. Ya lo sé, quizá, a veces, tiendo a sobrevalorar, pero revisando la película me sigue pareciendo, como lo decía en aquel entonces, un caso excepcional en la historia del cine de terror contemporáneo. Como sigue:
Novedades desde Elm Street: ni sueños ajenos que habitar ni adolescentes temerosos que destazar. Freddy Krueger se rebela. Inconforme con ser una criatura celuloidal intenta deshabitar ese otro sueño, el del cine, concretamente sus películas, y habitar a sus anchas, con el mismo apetito sádico la realidad, como si de pronto, en un acto insólito, hubiera adquirido conciencia de su devaluado estado fílmico y quisiera tomar cartas en el asunto. Dicha trasgresión sólo le será posible aniquilando a cada uno de los iniciadores de su ciclo como personaje: el director-guionista Wes Craven (Craven como él mismo), los actores protagonistas Heather Langenkamp (Langekamp con más años y como ella misma) y hasta el mismísimo Robert Englund (que seguirá siendo él mismo), es decir, todos aquellos que hicieron posible la primera Pesadilla en la calle del infierno (Craven, EU, 1984). Las señales de sus impulsos son captadas por un niño, el hijo de Langenkamp, y coinciden con la celebración del décimo aniversario de la serie a realizarse a través de un conmemorativo episodio final escrito por el propio Craven. El autor sabe que sólo filmando él el último episodio de la saga podrá evitar que Krueger lleve a acabo su empresa. Naturalmente ese episodio final es el que nosotros espectadores hemos presenciado.
¿Qué necesitaba Freddy Krueger, ese icono del horror de los ochenta, para salvarse del triste papel de payaso freak al que lo habían destinado cuatro mediocres secuelas? La última pesadilla (EU, 1995) fue la respuesta: sencillamente el retorno de su padre Wes Craven. Cual bergmaniana madre cabrona y altiva de Sonata de otoño, Craven tomaba nuevamente el mando, daba una lección de cómo manejar a su personaje en una película y evidenciaba de paso a las pesadillas agregadas como devaluación de la idea original, tolerables si acaso por una que otra puntada cínicamente retorcida. Sin modestia alguna Craven concebía un curioso autohomenaje; pasaba por alto todas las secuelas y hacía referencia sólo a los personajes y situaciones de la película que dio origen al icono, o sea la suya, retomaba de manera impecable su perturbador peso del horror en serio y recuperaba el prestigio de inquietante destazador onírico de un Krueger que ahora se volvía ausencia opresiva.
La última pesadilla es todavía un caso excepcional en la historia de los seriales del cine de terror. Sorteando el riesgo de sacrificar toda verosimilitud ficcional, Craven articulaba un complejo y rupturista argumento, originalísimo en su estructura, como un descabellado juego de espejos, como un vertiginoso ejercicio metaficcional pirandelliano encaminado, ah qué ironía, al agotamiento del caso Krueger, pues, bajo cierta lógica autorreflexiva, convertido ya en inofensivo monito colgante, en pueril disfraz hallowinesco o en repelente ídolo de show televisivo (“¡te amamos Freddy!”) poco tenía ya que ofrecer. En ese sentido, la película era prácticamente una abierta confabulación del creador contra su personaje ya a la deriva, sobreexplotada y vuelta irresistiblemente eliminable, protagonista a esas alturas de un cruel gag (la película en sí misma) exclusivo para fanáticos de ese hombre con dedos de navajas, convencidos de que su figura de culto ya había perdido su charm.
La última pesadilla era, en resumidas cuentas, un necesario punto final que desde ya ponía al borde del ridículo al necio director que intentara convertirlos en puntos suspensivos – y lo logró: sólo hay que ver esa cosa llamada Freddy vs Jason.
(José Abril)
¿Y Craven? De Wes Craven podemos lamentar su ausencia tras la cámara y su posible agotamiento creativo – pasajero, esperemos- pero nunca criticarlo de incongruente. Hace más de una década que Wes Craven cerró –tal vez ‘clausurar’ sea la palabra correcta- el episodio Krueger de su filmografía, con una dignidad de la que pocos autores del género pueden presumir, con la realización de La última pesadilla (Wes Craven’s New Nightmare, EU, 1995). En su momento escribí algo acerca de ella, y dado el inminente regreso del personaje me permito reciclar aquella reflexión. Ya lo sé, quizá, a veces, tiendo a sobrevalorar, pero revisando la película me sigue pareciendo, como lo decía en aquel entonces, un caso excepcional en la historia del cine de terror contemporáneo. Como sigue:
Novedades desde Elm Street: ni sueños ajenos que habitar ni adolescentes temerosos que destazar. Freddy Krueger se rebela. Inconforme con ser una criatura celuloidal intenta deshabitar ese otro sueño, el del cine, concretamente sus películas, y habitar a sus anchas, con el mismo apetito sádico la realidad, como si de pronto, en un acto insólito, hubiera adquirido conciencia de su devaluado estado fílmico y quisiera tomar cartas en el asunto. Dicha trasgresión sólo le será posible aniquilando a cada uno de los iniciadores de su ciclo como personaje: el director-guionista Wes Craven (Craven como él mismo), los actores protagonistas Heather Langenkamp (Langekamp con más años y como ella misma) y hasta el mismísimo Robert Englund (que seguirá siendo él mismo), es decir, todos aquellos que hicieron posible la primera Pesadilla en la calle del infierno (Craven, EU, 1984). Las señales de sus impulsos son captadas por un niño, el hijo de Langenkamp, y coinciden con la celebración del décimo aniversario de la serie a realizarse a través de un conmemorativo episodio final escrito por el propio Craven. El autor sabe que sólo filmando él el último episodio de la saga podrá evitar que Krueger lleve a acabo su empresa. Naturalmente ese episodio final es el que nosotros espectadores hemos presenciado.
¿Qué necesitaba Freddy Krueger, ese icono del horror de los ochenta, para salvarse del triste papel de payaso freak al que lo habían destinado cuatro mediocres secuelas? La última pesadilla (EU, 1995) fue la respuesta: sencillamente el retorno de su padre Wes Craven. Cual bergmaniana madre cabrona y altiva de Sonata de otoño, Craven tomaba nuevamente el mando, daba una lección de cómo manejar a su personaje en una película y evidenciaba de paso a las pesadillas agregadas como devaluación de la idea original, tolerables si acaso por una que otra puntada cínicamente retorcida. Sin modestia alguna Craven concebía un curioso autohomenaje; pasaba por alto todas las secuelas y hacía referencia sólo a los personajes y situaciones de la película que dio origen al icono, o sea la suya, retomaba de manera impecable su perturbador peso del horror en serio y recuperaba el prestigio de inquietante destazador onírico de un Krueger que ahora se volvía ausencia opresiva.
La última pesadilla es todavía un caso excepcional en la historia de los seriales del cine de terror. Sorteando el riesgo de sacrificar toda verosimilitud ficcional, Craven articulaba un complejo y rupturista argumento, originalísimo en su estructura, como un descabellado juego de espejos, como un vertiginoso ejercicio metaficcional pirandelliano encaminado, ah qué ironía, al agotamiento del caso Krueger, pues, bajo cierta lógica autorreflexiva, convertido ya en inofensivo monito colgante, en pueril disfraz hallowinesco o en repelente ídolo de show televisivo (“¡te amamos Freddy!”) poco tenía ya que ofrecer. En ese sentido, la película era prácticamente una abierta confabulación del creador contra su personaje ya a la deriva, sobreexplotada y vuelta irresistiblemente eliminable, protagonista a esas alturas de un cruel gag (la película en sí misma) exclusivo para fanáticos de ese hombre con dedos de navajas, convencidos de que su figura de culto ya había perdido su charm.
La última pesadilla era, en resumidas cuentas, un necesario punto final que desde ya ponía al borde del ridículo al necio director que intentara convertirlos en puntos suspensivos – y lo logró: sólo hay que ver esa cosa llamada Freddy vs Jason.
(José Abril)