Monday, May 25, 2009

La pesadilla redentora


Hace algunos post lamentábamos la ausencia de Wes Craven como realizador y su comodina presencia como productor de los remakes de aquellas películas que forjaron su prestigio (The Hills have eyes 1 y 2; La última casa a la izquierda a punto de estrenarse). Al final preguntábamos medio en broma: ¿para cuándo el remake de Pesadilla en la calle del Infierno? Y bueno, confirmado ya está. El estreno de Freddy Krueger versión Samuel Bayer, videoclipero cotizadísimo, está previsto para el 2010, pero la producción corre a cargo no de parte de Craven sino de Michael Bay, quien se ha dedicado a hacer fortuna poniendo al día esa serie de personajes que nos aterrorizaron en los primeros ochenta

¿Y Craven? De Wes Craven podemos lamentar su ausencia tras la cámara y su posible agotamiento creativo – pasajero, esperemos- pero nunca criticarlo de incongruente. Hace más de una década que Wes Craven cerró –tal vez ‘clausurar’ sea la palabra correcta- el episodio Krueger de su filmografía, con una dignidad de la que pocos autores del género pueden presumir, con la realización de La última pesadilla (Wes Craven’s New Nightmare, EU, 1995). En su momento escribí algo acerca de ella, y dado el inminente regreso del personaje me permito reciclar aquella reflexión. Ya lo sé, quizá, a veces, tiendo a sobrevalorar, pero revisando la película me sigue pareciendo, como lo decía en aquel entonces, un caso excepcional en la historia del cine de terror contemporáneo. Como sigue:


Novedades desde Elm Street: ni sueños ajenos que habitar ni adolescentes temerosos que destazar. Freddy Krueger se rebela. Inconforme con ser una criatura celuloidal intenta deshabitar ese otro sueño, el del cine, concretamente sus películas, y habitar a sus anchas, con el mismo apetito sádico la realidad, como si de pronto, en un acto insólito, hubiera adquirido conciencia de su devaluado estado fílmico y quisiera tomar cartas en el asunto. Dicha trasgresión sólo le será posible aniquilando a cada uno de los iniciadores de su ciclo como personaje: el director-guionista Wes Craven (Craven como él mismo), los actores protagonistas Heather Langenkamp (Langekamp con más años y como ella misma) y hasta el mismísimo Robert Englund (que seguirá siendo él mismo), es decir, todos aquellos que hicieron posible la primera Pesadilla en la calle del infierno (Craven, EU, 1984). Las señales de sus impulsos son captadas por un niño, el hijo de Langenkamp, y coinciden con la celebración del décimo aniversario de la serie a realizarse a través de un conmemorativo episodio final escrito por el propio Craven. El autor sabe que sólo filmando él el último episodio de la saga podrá evitar que Krueger lleve a acabo su empresa. Naturalmente ese episodio final es el que nosotros espectadores hemos presenciado.

¿Qué necesitaba Freddy Krueger, ese icono del horror de los ochenta, para salvarse del triste papel de payaso freak al que lo habían destinado cuatro mediocres secuelas? La última pesadilla (EU, 1995) fue la respuesta: sencillamente el retorno de su padre Wes Craven. Cual bergmaniana madre cabrona y altiva de Sonata de otoño, Craven tomaba nuevamente el mando, daba una lección de cómo manejar a su personaje en una película y evidenciaba de paso a las pesadillas agregadas como devaluación de la idea original, tolerables si acaso por una que otra puntada cínicamente retorcida. Sin modestia alguna Craven concebía un curioso autohomenaje; pasaba por alto todas las secuelas y hacía referencia sólo a los personajes y situaciones de la película que dio origen al icono, o sea la suya, retomaba de manera impecable su perturbador peso del horror en serio y recuperaba el prestigio de inquietante destazador onírico de un Krueger que ahora se volvía ausencia opresiva.

La última pesadilla es todavía un caso excepcional en la historia de los seriales del cine de terror. Sorteando el riesgo de sacrificar toda verosimilitud ficcional, Craven articulaba un complejo y rupturista argumento, originalísimo en su estructura, como un descabellado juego de espejos, como un vertiginoso ejercicio metaficcional pirandelliano encaminado, ah qué ironía, al agotamiento del caso Krueger, pues, bajo cierta lógica autorreflexiva, convertido ya en inofensivo monito colgante, en pueril disfraz hallowinesco o en repelente ídolo de show televisivo (“¡te amamos Freddy!”) poco tenía ya que ofrecer. En ese sentido, la película era prácticamente una abierta confabulación del creador contra su personaje ya a la deriva, sobreexplotada y vuelta irresistiblemente eliminable, protagonista a esas alturas de un cruel gag (la película en sí misma) exclusivo para fanáticos de ese hombre con dedos de navajas, convencidos de que su figura de culto ya había perdido su charm.

La última pesadilla era, en resumidas cuentas, un necesario punto final que desde ya ponía al borde del ridículo al necio director que intentara convertirlos en puntos suspensivos – y lo logró: sólo hay que ver esa cosa llamada Freddy vs Jason.

(José Abril)

Wednesday, May 06, 2009

La chica con alma de videotape



Con Milk (EU, 2008) Gus van Sant regresa a ese cine convencional que tanto dinero como reproches le dio durante la segunda mitad de los noventa. Sí, en esos años el van Sant independiente, de temática marginal y estética a medio camino entre la poesía y el videoclip de fotogenia relamida, cedía el paso a ese otro van Sant que sabe mover hábilmente los hilos del melodrama motivacional con filosofía de autoayuda (Good will hunting y Finding Forrester, ambas insufribles) y el thriller-plagio con disfraz de posmoderno ejercicio de estilo (Pycho). Como en aquellos años, con aquellas películas, hoy van Sant vuelve a degustar el sabor del éxito masivo y crítico a partes iguales.

No quiero extenderme en un comentario sobre una película sobradamente comentada. Baste decir que la celebración por Milk alcanza niveles irritantes; las adulaciones uno se las encuentra hasta en los mensajes de celular y aunque la película cuenta sólo con una primera parte más o menos inspirada, no siento que sea esa gran película-con-gran-actuación-y-gran-historia que muchos piensan.

No me mal interpreten. No soy de los que piensan que el van Sant independiente es mucho mejor que el van Sant “mainstream” (detesto este tipo de etiquetas, pero bueno…), y que todo lo que haga de este lado será automáticamente basura. Seguro estoy que tanto de un lado como del otro este realizador de doble cara tiene sus estrepitosas caídas así como sus logros admirables.

Una de cal por las que van de arena. Justo antes de comenzar esa etapa “comercial” noventera van Sant había perpetrado un bodrio muy “indie”, un grotesco e inefable elefante blanco sin pies ni cabeza con una Uma Thurman en plan freak lésbico muy “cool” sin saber qué demonios estaba haciendo entre tanto personaje y entre tanto metraje tirado a la basura. Even cowgirls get the blues (EU, 1994) vista hoy, con todo y sus múltiples defectos, puede apreciarse como una película de transición de un van Sant que parecía haber agotado todo lo que la marginalidad como tema le había proporcionado estética, estilísticamente hablando.

Después de este evidente fracaso, el realizador decide pasarse al bando industrial contrario, el de los grandes presupuestos, el de rostros famosos, el de los guiones ajenos. El tan teorizado “universo autoral”, en este caso el suyo pues, parecía abandonarse hacia un reposo (reposo que terminaría con el inicio de la primera década del 2000), para poder explorar otros caminos. Filma entonces To die for (EU, 1995), titulada chabacanamente aquí en México como Todo por un sueño. ¡Y vaya sorpresa!

A pesar de las condiciones de trabajo y la naturaleza del proyecto ( un proyecto de encargo, una historia y argumento no propios, actores en gran medida impuestos -Nicole Kidman en una de sus pocas actuaciones memorables-, presupuestos inusuales en su trayectoria), van Sant nos ofrecía una de sus mejores películas -y digo “mejores películas” en el sentido único de la palabra (la calidad, el valor artístico de una obra creo que poco entiende de presupuestos económicos)- en la que había logrado reunir una serie de virtudes que permitían –y permiten todavía hoy- ver la película como una obra plenamente lograda, una prueba del dominio y la madurez narrativos que no había alcanzado incluso en sus obras más personales. Para decirlo de una buena vez, una obra superior en mucho a la que hoy parece lanzarlo a la gloria, o sea Milk.

El personaje principal de la película es Suzanne Stone (Kidman perfecta), una mujer obsesionada por el trivial mundo televisivo. Una criatura arrogante hasta lo detestable pero terriblemente astuta, que ha curtido su personalidad convocando todos los lugares comunes del limitado universo mediático que tanto le fascina, convencida de que no estar a “cuadro” y estar fuera del alcance de un televidente significa no existir (“de qué sirve hacer algo bien si nadie se da cuenta de ello”). Con una perseverancia irritante, Stone logra entrar a la pequeña estación de televisión de Little Hope, su pueblo, para hacer lecturas de los pronósticos del tiempo; según ella, esto es el inicio de una vertiginosa carrera como figura televisiva. Pero Stone se enfrenta a un gravísimo problema: su marido (Matt Dillon), un restaurantero conformista, no demuestra el mínimo interés en sus pequeños pero significativos logros; para el ego de Suzanne esto es un insulto que convierte a su esposo en un pasivo-agresivo eliminable. Tres adolescentes fascinados en la personalidad de este demonio televisivo la ayudarán a llevar sus siniestros planes. Es entonces cuando la bella mujer inicia, ahora sí, una exitosísima carrera como superestrella de los noticieros y programas sensacionalistas.

To die for es una inteligente comedia negra, sin duda una de las mejores que se han hecho sobre el vértigo enajenante de la televisión. Como una suerte de Homero Simpson de belleza impagable, el personaje protagonista es una devoradora insaciable de programas de televisión, su universo referencial esta limitado a programas famosos y populares, la cámara de video es su motor de vida. Stone busca la imagen y procura convertirse en ella porque la imagen es su única forma de reafirmar absurda, narcisistamente su existencia. Busca prácticamente convertirse en una suerte de deidad para aquellos que la rodean quienes, por cierto, no parecen inmutarse ante tales delirios.

A partir de esta mujer arribista y maquiavélica, Van Sant, por un lado, redimensiona un escándalo típico de nota roja y lo convierte en un incisivo y cáustico estudio de personalidad; por otro, desarrolla una crítica a la vacuidad reinante del medio más popular del mundo recreando, de paso, el retrato de un pueblo como alegoría del mediocre espíritu de una nación embotada por el consumismo. De esta forma, Susanne Stone se aprecia como una metáfora viviente de la televisión misma, presencia tecnológica alienante, persuasiva, y la relación que establece con aquellos que ingenuamente la admiran como una irónica reflexión sobre la eficaz influencia del medio.

El realizador optaba por un formato por demás ingenioso. El argumento se nos presenta en forma de reportaje amarillista, morboso, descarado, conciente de sus tópicos más caros, conformado por múltiples testimonios y flash backs que contradicen o desmienten el testimonio rector del personaje principal. Además, Van Sant se muestra mucho más audaz, corrosivo, creando algunos momentos y escenas antológicos de gran sarcasmo. Uno de los más notables: Después de asesinar a su marido, Stone camina fascinada hacia los flashes de los fotógrafos de nota roja, atendiendo el llamado de la fama mientras el himno nacional estadounidense domina el espacio sonoro. El paralelismo es evidente: Suzanne Stone es la Norma Desmond de la era de la omnipresencia audiovisual; celuloide o cinta de videotape, eso será lo de menos.
(José Abril)