Thursday, September 20, 2007

New York sin Woody Allen


En Match point (Inglaterra, 2005), una de sus últimas realizaciones, Woody Allen desarrolla una historia terrible sobre el precio de la ambición. Es la crónica de un arribista social, su ascenso y su desesperada lucha por mantener el estatus que de manera tan fácil y rápida pudo obtener; en ella introduce temas –la culpa, la crisis de pareja, el crimen como una salida desesperada ante un conflicto generado por el propio protagonista- ya revisados en otras cintas de mismo registro, especialmente en Crímenes y pecados (EU, 1989), su referente más obvio. Buena parte de la crítica ha señalado, precisamente, esa tendencia por repetirse, esa sensación de déjà vu que el realizador ha impreso no sólo en esta última, sino, en general, en buena parte de sus obras más recientes. Y, acuerdos o desacuerdos aparte, esa misma crítica es la que ha señalado con sorpresa el evidente cambio geográfico que representa esta historia. Match point ya no es más una apuesta sobre los conflictos del mundillo intelectual neoyorkino y los interminables recorridos por Manhattan, es una historia sobre londinenses –aquejados, eso sí, por los típicos conflictos allenianos- y sobre las frías y húmedas calles de Londres.

Uno podría pensar que se trata sólo de un paréntesis, pero su obra posterior Scoop (Inglaterra, 2006), desafortunada comedia ubicada, también, en Londres, y las declaraciones del propio director de interesarse en otras ciudades europeas como posibles locaciones para futuros proyectos (Barcelona, por ejemplo, ha servido de locación durante el verano para su última película) parecen sugerir un cambio nada transitorio.

Londres, Barcelona o Nueva York ¿Acaso la ciudad tiene alguna importancia? Si habláramos de otro realizador quizá el llamado de atención se antojaría innecesario, pero tratándose de Woody Allen el cambio sugiere algo más que una simple banalidad. Su filmografía, a lo largo y ancho, ha sido una manifestación sostenida del sentido de pertenencia a y de la fascinación por esa nación aparte que es Nueva York. Su mirada ha estado atenta al ajetreo cotidiano que la caracteriza, a sus ambientes, especialmente el de la elite intelectual, a sus calles y avenidas, a las cualidades y defectos, los pros y los contras propios de un ámbito que se antoja inabarcable. Por ello, Match point puede significar un punto de inflexión en una obra conformada por infinidad de imágenes que han demostrado que “la gran manzana” ha sido algo más que un telón de fondo o un simple escenario circunstancial. En el cine de Allen la ciudad, Nueva York, ha sido signo de identidad, fuente de inspiración y a la vez personaje muy concreto. Ha sido, pues, el centro de su personalísimo universo.

No en vano una de sus obras más significativas se titula precisamente Manhattan (EU, 1979). Manhattan fue una película de tono agridulce sobre los encuentros y desencuentros de un grupo de personajes encabezados por el propio Allen que, como en la divertida Dos extraños amantes (EU, 1976), encarnaba a un acomplejado guionista de gags televisivos. Aquí el Allen personaje oscilaba, adorablemente patético como lo será siempre, entre las solicitaciones de una bellísima adolescente mucho más madura de lo que su edad suponía (Mariel Hemingway) y su progresivo interés por Mary (Diane Keaton), una intelectual emocionalmente inestable, de conversación demasiado profunda e impostada como para sonar auténtica. Pero más allá de la historia, llena de conflictos sentimentales, Manhattan era desde su concepción y su composición una abierta declaración de amor al espacio urbano que, monumental, imponente en sus formas, lograba disminuir mucho más a esos personajes que lo habitaban pero sin dejarlos en el desamparo.

“El amaba Nueva York, lo adoraba, lo idolatraba fuera de todo límite…” anuncia una voz en off, que de vez en cuando intervendrá para hacer precisiones sobre aquello que el protagonista enfrentará. Es la voz del Allen personaje, pero también la del Allen cineasta que no se cansará de repetir a lo largo del metraje su atracción, a veces contradictoria (“El amaba…”, “El detestaba…”, “El odiaba…”, “A pesar de todo el amaba a Nueva York…”), hacia su hábitat como un elemento determinante en su vulnerada existencia. Así, la película será ante todo la puesta en imágenes de la fascinación por una ciudad, la sublimación de un barrio (el del título), y el encantamiento por el ambiente –bohemio, esnobista, arrogante, abigarrado, caótico- que de él emana, captados por una extraordinaria fotografía en blanco y negro y una cámara que deleitándose persigue a los personajes en interminables conversaciones por las calles y avenidas para obtener de ellos momentos de una gran belleza, de los que por cierto muchos han quedado como auténticas postales en la memoria de los incondicionales del autor: ¿Quién no recuerda la imagen de Keaton y Allen sentados sobre una banca frente a un imponente puente de Manhattan que se empieza a vislumbrar tras una espesa neblina?

Martin Scorsese, otro cineasta característicamente neoyorkino, realizaba un par de años atrás un recorrido similar aunque en un registro estéticamente opuesto. Taxi driver (EU, 1976) era pues el descenso a esos infiernos que la ciudad esconde, y de la mano de un inquietante Robert de Niro acudíamos a la exploración de un peculiar universo urbano repleto de parajes dantescos y sombríos. Allen, su contraparte –o ¿su complemento?- nos ofrecía Manhattan, como la perfecta antítesis de la mirada de Scorsese, la enorme belleza que dentro del caos se puede encontrar. Después de todo Scorsese y Allen representan las dos caras de la misma moneda: Uno, la visión terrible, brutal; el otro, la mirada sentimental y amorosa.

Manhattan: comedia romántica, declaración de amor, acto confesional, pero también consolidación de un estilo y un universo. El mundo de Allen, representado claramente en sus obras más emblemáticas, tal y como lo recordamos, tiene prácticamente su origen aquí. Como en Manhattan, en sus películas más entrañables los infiernos personales, irresolubles o no, tienen mejor cabida en el exterior, en medio de rascacielos de acentuada altura, en las conglomeradas calles de la gran urbe, en los cafés, en las galerías y museos, frente a un cuadro de Pollock, en las afueras de una sala de cine “de arte y ensayo”, en las tertulias literarias o caminando por Central Park, todos ellos no sólo espacios caros a la iconografía del autor, también marcados leit - motif dramáticos de gran sarcasmo e ironía, porque para ellos, los personajes de Allen, no hay mejor forma de disfrazar sus miserias amparados bajo disertaciones que poco o nada tienen que ver con lo que realmente los consume.

Hoy dice Allen que Manhattan, la película y el hábitat, son cosa del pasado. “Manhattan –ha declarado recientemente - es una etapa que ya quedó atrás. Hacer cine para mí ha sido siempre una forma de terapia, y ahora –concluye con su característico sentido del humor- se ha convertido además en una maravillosa manera de hacer turismo...“ No dudemos pues que Woody Allen ante un posible agotamiento creativo intente reinventarse empezando por huir del escenario al que parecía encadenado sentimental y cinematográficamente hablando. (José Abril)

2 comments:

Anonymous said...

oye José... qué buena está la página. Es un tratado completo de cine y tú. Un placer leerla. Aunque empezamos hace un mes a disfrutarla aun no terminamos de asimilat tanta información. Un abrazo y una felicitación por tu libro. En estas últimas semanas hemos estado enjosesados el Socorro y yo. Cariños.

Nina

El diablo probablemente said...

Qué sorpresa...Muchas gracias y espero se vuelvan lectores frecuentes de este espacio. Saludos!