
Sin pretender caer en la concesión beata del fanático ciego (y en caso de parecerlo, ni modo), me atrevería a señalar que el 2007 fue el año de David Lynch. Dos razones permiten justificar tal afirmación: el regreso del autor con una de las mejores realizaciones vistas durante el año pasado, “El imperio” (Inland Empire, Francia-EU, 2007), y el aniversario número treinta de la obra que marcara el inicio del cineasta en el terreno del largometraje, “Cabeza de borrador” (Eraserhead, EU, 1977). A propósito de la segunda, a continuación reciclo un comentario que había escrito hace tiempo, a manera de homenaje un tanto tardío, pues me di cuenta de tal acontecimiento apenas ayer que revisaba un material viejo sobre el autor en cuestión. Para no quedarme con la espina clavada aquí va el comentario:
La puesta en circulación de la ya célebre opera prima de David Lynch (1946), nos permite a aproximarnos a una de las películas más originales de la segunda mitad del siglo pasado. Una obra innovadora y atípica que el paso del tiempo (nada menos que treinta años) lejos de pasarle factura parece contribuir a su crecimiento, al reforzamiento de su belleza extraña y oscura, a su autenticidad. “Cabeza de borrador” (Eraserhead, EU, 1977) fue el primer largometraje de un Lynch que había experimentado en el terreno del cortometraje y es la primera obra maestra de un cineasta inagotablemente vanguardista.
La película, con una extraordinaria fotografía en blanco y negro, es un ejercicio de complejidad y abstracción absoluta, tanto en el nivel de estructura como en el del argumento. Sin embargo, podemos sintetizar su anécdota como la relación desquiciante que Henry, hombre de apariencia ingenua, taciturna, establece con su hijo recién nacido, una criatura aberrante y monstruosa producto de una relación impuesta, basada en la repugnancia recíproca y marcada por el temor a un extraño ser supremo, “el hombre del planeta”. Dicha relación conduce al protagonista a la locura, al filicidio y a la muerte.
Pero lejos de intentar desenredar la complejidad de esta fascinante pieza, nos limitaremos a ubicar y señalar algunos de los temas e ideas que han estado presenta a lo largo de la filmografía del realizador, sobre todo en sus obras más personales, y que aquí, en Cabeza de borrador, encuentran su génesis.
Una primera lectura, superficial, puramente externa, nos invita a pensar en “Cabeza de borrador” como una película de ciencia ficción. De entrada una arquitectura en ruinas, un conjunto de paisajes desolados, una banda sonora que mezcla ruidos industriales, sirenas y fantasmales silbidos nos ubica en un mundo agónico, apocalíptico, en los restos de una civilización que parece haber sobrevivido a una hecatombe. Sin embargo, la película no es tan sencilla como para etiquetarla de esa manera; lejos de apegarse a una serie de códigos genéricos y reducirse a una especulación sobre una vida futura paradójicamente primitiva (como más adelante lo haría George Miller con su estupenda trilogía “Mad Max”), podemos definir a “Cabeza de borrador” como la exploración de un mundo interior, subjetivo; en la subjetividad trastornada de Henry podemos encontrar la justificación a la realidad distorsionada, a veces irracional, a veces absurda, en las que entran en juego esas características espaciales y atmosféricas, que en la película se nos presenta.
Con “Cabeza de borrador” Lynch nos ofrece una de las pocas y más puras poesías fílmicas en la tradición que va desde los surrealistas hasta los revulsivos cineastas newyorkinos de los sesenta. Una obra que niega la lógica, se construye de espaldas a una estructura narrativa convencional, con base en ese subjetivismos anárquico del personaje. Se trata, pues, de una pieza básicamente de sensaciones, de atmósferas cargadas e intensas, que nos impiden establecer distancias; la película nos envuelve en un estado de angustia y depresión, en un encadenamiento de imágenes expulsadas desde un estado de horror por un entorno opresivo y asfixiante, que exponen la progresiva locura de un personaje.
Henry es el típico personaje lynchiano que encontrará eco en las posteriores obras del realizador. Al igual que el Jeffrey de “Terciopelo azul” (EU, 1986) o los Sailor y Lula de “Salvaje de corazón” (EU, 1989), Henry es un personaje inmerso en un mundo represivo, violento en sus formas y reducido a restos; es, en ese contexto, una mediocre criatura aplastada por esa realidad marcada por la torturante presencia del hijo y el omnipresente ojo vigilante del extraño “hombre del planeta”, una suerte de figura castigadora y amenazante. En estas circunstancias, Henry sólo observa impotente, incapaz de reaccionar.
En este extraño mundo, las relaciones afectivas están cimentadas en sentimientos poco propicios, donde la sexualidad viene acompañada por la culpa, el miedo, la enfermedad, lo aberrante. Los personajes ostentan una visión de lo sexual relacionada con lo ominoso; no hay manifestación erótica, y si la hay, se realiza bajo la sombra de la incertidumbre. La sexualidad, pues, es un fenómeno innombrable, reprimido como impulso, abominable como consumación. El miedo ha aniquilado el deseo y la erotización de los cuerpos, pues la interacción erótica, para la (no)lógica de la película, genera culpa, engendra cadenas en forma de criaturas aberrantes como ese bebé – monstruo que castra, avergüenza, tortura a Henry, condenándolo al encierro.
Lynchiano también es la procuración de los personajes de universos alternos que en Henry es la locura y la muerte. Su mundo se bifurca entre la realidad cruel y los sueños y alucinaciones más o menos evasivos. Esto último estará representado por el mundo interior del radiador, imaginado por Henry cual refugio psicológico, un mundo donde alucina la presencia reconfortante de la muerte, encarnada por una extraña mujer mofletuda, que aparece cantando angelicalmente “en el cielo todo está bien”, porque en él no hay temores y miedos que enfrentar, un mundo deserotizado, un universo “sin sexo, sin misterios, sin vida, un cielo para espíritus mediocres y derrotados por la existencia” (Ángel Sala) por el que finalmente Henry se decidirá.
“Cabeza de borrador” se antoja una obra visionaria. No obstante las distancias del tiempo, los personajes de la película guardan una visión apocalíptica y desencantada de la sexualidad muy parecida a la de nuestra sociedad de fin de siglo, es decir, una sexualidad relacionada con la omnipresencia de la muerte y el fantasma del Sida, la negación del placer por la presencia del miedo y el aislamiento como reacción ante la pérdida de la esperanza.
(José Abril)