Tuesday, April 29, 2008

Negocios de familia



Nuevamente dos obras con enormes coincidencias. Ambas, firmadas por dos realizadores ya veteranos, uno más que el otro. Ambos planteando de diferentes formas prácticamente los mismos temas, conflictos, personajes. Ambos demostrando la fragilidad de eso que llamamos lazos familiares cuando la sombra de la codicia, la ambición, la consecuente culpa aparecen como una fuerza letal. Como sigue:

Los inquebrantables (Casandra’s dream, EU-Inglaterra, 2007). Salvo ese tropezón que representa Scoop (EU-Inglaterra, 2006), comedia desangelada e intrascendente en la línea de las comedias que había dejado antes de su partida de NY, uno puede pensar que a Allen, el húmedo y frío clima de Inglaterra le ha sentado bastante bien, que le ha permitido recuperar la fuerza de aquellas grandes obras del Allen “serio”, agudo observador de las tragedias y dilemas que tanto atormentaban a sus criaturas en películas como Interiores, Septiembre o Crímenes y pecados. Y creo que, muy a pesar de ciertos defectos, tanto Match point o ésta, su complemento, son dos muestras claras de ese estado de gracia del que parecía haberse alejado durante tanto tiempo. Digo complemento, porque ambas bien pueden funcionar a manera de díptico. Allen regresa, pues, al mismo planteamiento de su predecesora pero no como un intento para repetir posibles logros o caminar, sin riesgo, sobre un terreno ya caminado, sino para desarrollarlo y, sobre todo, concluirlo bajo un signo diferente aunque no contrario, bajo una mirada mucho más fría y distanciada pero no exenta del pesimismo que aquella, Match Point, por cierto cinismo evadía. Porque si en aquella era el azar (en alusión al partido de tenis) la que coronaba irónicamente al anti-héroe, aquí será la tragedia que define a la figura mitológica que se alude en el título la marca funesta en la vida de los personajes. Ahora el drama recae en la figura de dos tristes hermanos (Ewan McGregor, Colin Farrell) que por ambición se ven envueltos en un asesinato, y en ese drama la culpa, ahora ausente y presente en uno y en otro, será el punto de choque y de tensión en unas relaciones afectivas cada vez más degradadas, y el inicio de una estrepitosa y progresiva caída. Material suficiente: Allen nos vuelve a sorprender como un maestro en la dirección de melodramas -más que de thrillers-, contenidos a pesar de las dimensiones trágicas del argumento, tensos a pesar de –o quizá por – lo elíptico de la mayor parte de su desarrollo (esa dilatada secuencia previa al asesinato) y conmovedor pese al distanciamiento del propio autor respecto al tratamiento de sus personajes y acciones (ese Colin Farrel creible en la fragilidad psicológica y emocional que lo consume). Un Allen, pues, en plena forma.

Antes que el diablo sepa que has muerto (EU, 2007). Título irónico para una película tan cruel, no recuerdo haber visto. El regreso de Sidney Lumet, un veterano de larga trayectoria, más que la del propio Allen, sorprende en principio por los muchos puntos de contacto que tiene con la del neoyorkino-londinense; reducir a una mínima expresión el argumento de esta película sería como repetir la misma línea argumental de Los inquebrantables. Pero sorprende no solo por sus coincidencias sino por la manera con la que Lumet conduce la empresa, como si de corregir y aumentar la película de Allen se tratara. Mejor dicho: como si de retorcer aún más su planteamiento se pudiera. Y Lumet nos lo dice: se puede. Se puede en tanto que la tragedia ahora se expande hacia la familia toda; en tanto que la ambición parece corromper y dinamitar cualquier endeble vínculo afectivo entre los integrantes de este clan. Se puede en tanto que se resuelve como una suerte de veneno que se transfiere en cadena: el hermano que sacrifica al hermano que sacrifica –por error-a la madre…y así hasta cerrar el círculo. Se puede en tanto que la linealidad se rompe para volver una y otra vez a la secuencia clave, para reunir como rompecabezas todas y cada una de las partes, partes que son a su vez puntos de vista complementarios y cuadros psicológicos de cada personaje. Se puede en tanto que el clímax es catarsis y exorcismo visceral y desconcertante ajuste de cuentas . Se puede en tanto que la premisa, pues, ofrece material para una obra que no se avergüenza ni de su trepidante estructura de thriller negro ya probada por otros maestros ni de su esencia de estridente melodrama familiar envenenado. Antes de que el diablo sepa que has muerto es en definitiva la instantánea fotográfica de una familia hecha trizas frente a nuestro ojos por obra y gracia de Sydney Lumet, este sí en total forma.

(José Abril)

Wednesday, April 23, 2008

Flash back 5



De cuando Woody se creía Ingmar


Ustedes no están para saberlo pero mi desesperación ha llegado al grado de querer contarlo: la institución para la que trabajo lleva casi un mes de huelga y la huelga no es por parte del sindicato al que pertenezco. Hace unas horas me acabo de enterar que el asunto va para largo. No lo dudo: nuestro gobernador es un imbécil reaccionario, nuestro rector otro imbécil con eterna y repelente goma de mascar en la boca que no sabe escuchar y sólo sabe responder incoherencias, y por prudencia y ética mejor no digo nada de la lidereza sindical que está en medio de todo este embrollo. La verdad: estoy harto.

Que el refugio podría ser el cine: ¡Ja! Con la anémica cartelera que tenemos aquí no creo que haya mucha salvación. Ya vi y re-vi lo que tenía que ver: la de PT Anderson que no me convenció del todo, la de los Coen que me ha gustado las tres veces que la he visto, la de Juno que a pesar de lo artificioso de su acabado no me desagrado del todo (ya se que se ha vuelto deporte internacional despotricar contra ella pero Juno es de los personajes adolescentes más sólidos que me he encontrado en el cine en los último años. De seguro, algunos de aquellos que la criticaron son los mismos que celebraron la antropología sermonera, hipermoralista pero cool de Larry Clark en Kids), XXY que fue mucho más de lo que yo esperaba (siempre hay que buscar las cosas grandes donde uno menos se las espera –y no es albur-), los dos refritos de horror oriental, Imágenes del más allá y Una llamada perdida, que son literalmente un horror, Casi divas que es una mierda como mierda es La misma luna…En fin.

Pero como el tiempo en estos tiempos de huelga sobra y el dinero no, no hay como rastrear en la videoteca personal para (re)encontrar, recuperar y por lo mismo reafirmar –puñeteramente, ni modo- la grandeza de una que otra película que uno resguarda, aunque la grandeza sólo sea una percepción muy subjetiva.

Anoche volví a ver Interiores (EU, 1978), una de las mejores películas, para servidor, de Woody Allen dentro de su muy basta e irregular filmografía. Obra maestra indiscutible, sorpresivamente minimalista como nunca lo había sido el autor en su etapa inicial.

Para confirmar su admiración por Ingmar Bergman y de paso demostrar que la comedia no era su único territorio, Allen ofreció en el 78 este intenso y contenido melodrama, que poco o mejor dicho nada tenía que ver con sus creaciones anteriores. Geraldine Page, admirable como siempre, da vida a una madre terrible y manipuladora, a la misma altura que la Ingrid Bergman de Sonata de otoño, vampira afectiva que se alimenta y fortalece de la miseria existencial de aquellos que forman parte de su núcleo y a los que el fracaso parece marcarlos. El cineasta, por su parte, desarrolla un obscuro y ominoso retrato de familia que poco a poco se desmorona y se descubre como un infierno doméstico de implacables silencios. Sabiendo los alcances estéticos de la austeridad, Allen registra de una manera fascinante, casi expresionista (la fotografía, extraordinaria) este recorrido por el crepúsculo familiar y nos demuestra de paso que aun en el estado agónico de este clan hay belleza y poesía.

(José Abril)

Wednesday, April 16, 2008

El petróleo de Day-Lewis


Hay algo en Petróleo sangriento (EU, 2007), el aclamado y más reciente film de Paul Thomas Anderson que no me convence del todo. Sensación rara en servidor si se toma en cuenta que Anderson es de mis favoritos, y favoritos digo -no obstante el tropezón que significó Embriagado de amor (EU, 2002)- por esas dos obras maestras contemporáneas de la narración coral que son Boogie nights (EU, 1997) y Magnolia (EU, 1999), por la capacidad que había demostrado en retratar la miseria existencial a voces varias, por esa suspicacia de provocar la irrupción del absurdo y el delirio más desconcertante en historias marcadas invariablemente por el signo del dolor y la amargura en personajes tremendamente patéticos pero entrañables sin que el flujo de sus relatos sufriera resquebrajo alguno, y por ser en definitiva –ni modo, el lugar común es inevitable-uno de los pocos herederos dignos de Robert Altman, un clásico y un grande a pesar de sus altibajos en su extensa trayectoria.

Tal vez sea ese cambio de registro. Petróleo sangriento no es ya una película sobre vidas que se entrecruzan, algunas tal vez sin conocerse aunque compartiendo infiernos personales similares, sino el retrato de un sólo personaje definido, conducido y consumido por una ambición que crece pese a todo y a todos en lugares de un remoto, históricamente hablando, Estados Unidos. Ni representa, por lo mismo, la magistral destreza en el manejo de la simultaneidad en su estructura, sino la plana descripción de una trayectoria que se pretende ascendente en lo económico aunque éticamente en picada; que avanza mediante un desarrollo pausado, innecesariamente reiterativo, excesivamente descriptivo en ocasiones cuando la naturaleza del personaje ha quedado por demás clara durante sus primeros cuarenta minutos. Descripción a la que se integra una banda sonora, contenida, minimalista (cortesía ya saben de quien) que se percibe más como un ornamento musical distanciado, de escaso vínculo dramático con lo que las –eso sí-impecables imágenes muestran.

Tal vez sea la idea de cliché que rodea a la película. Petróleo sangriento se establece como obra y persigue su trascendencia a partir de un fantasma recurrente en el cine, que facilita su acceso al gusto de quienes suelen ver en él el gran tema, el gran personaje y el gran drama: el pobre hombre rico, el triunfador que lo tiene todo y a la vez nada, el capitalista por antonomasia que con su voracidad va cosechando su poderío y su poderío a su vez lo va aislando del mundo, lo va inhumanizando e inmunizando ante cualquier experiencia afectiva. El nombre es lo de menos porque personajes así ya hemos visto en pantalla tantos quizá como nazis diabólicos torturando judíos. Llámese este Charles Foster Kane, el paradigma, Tony Montana, la versión trash, o el Sr. Burns, la versión paródico-televisiva, y coloqué entre ellos todos aquellos que recuerde.

O quizá sea el actor protagónico. Petróleo sangriento es la odisea de un actor que se asume como grande, que irrita por su arrogancia, y que pretende no dejar dudas sobre sus cualidades histriónicas en cada frase, gesto, movimiento, no sólo en los encuadres de ésta sino de todas las películas que se han prestado para su lucimiento. Daniel Day- Lewis irrita y no por el personaje que interpreta, que tiene suficientes características para ser irritante, sino por su manera de trabajar su actuación. Actuación enfática, impostada, artificiosa, metódica hasta lo repugnante. Daniel Day-Lewis no es un camaleón sino un viejo actor de escuela que se disfraza siguiendo al pie de la letra sus aprendizajes y nos pretende recordar que estamos en su película por que la película es él. Day-Lewis es de esos actores que con sus paroxismos busca el reconocimiento (que finalmente lo obtuvo, claro está), que provoca sacrificar a otros actores como Paul Dano, mucho más natural y más convincente en el papel de un personaje clave e interesantísimo, desperdiciado a lo largo del metraje.

Insisto: a Petróleo sangriento algo le falta. Bueno, si pensamos que uno de los detalles es la presencia de Daniel Day Lewis, quizá falla entonces, para mí gusto, porque algo le sobra.

(José Abril).

Tuesday, April 08, 2008

Flash Back 4



Brook, Herzog y la locura

Hace unos días participé en una entrevista sobre el tema del arte y la locura, para ser más precisos sobre la locura y sus delirios y las maneras como estos se relacionan en el proceso creativo. Personalmente suelo ser un poco escéptico respecto a este tipo de discusiones, y de entrada dejé claro que no soy artista y que mi punto de vista sólo sería el de cualquier persona que gusta del arte, como público o espectador, y que específicamente mi opinión sería sólo en relación al arte que más me mueve, el que más disfruto y con el que me siento más cercano: el cine. De cualquier manera, no había forma de desarrollar reflexiones extensas y profundas porque la participación sería para una cápsula televisiva de escasos 3 minutos, y mi voz y opinión sólo sería una de otras cuatro que formarían el mosaico de apreciaciones.

Siempre he creído que pensar que en el artista hay algo de locura que lo conduce a generar obras sorprendentes, desconcertantes, y que gracias a ella su experiencia se vuelve irrepetible es una falacia, un cliché, una sobadísima idea romántica cosechada durante largo tiempo y del que se han servido buena cantidad de artistas para justificar lo indefendible. Aunque muchas veces el resultado parece indicarnos lo contrario, el acto creativo es un proceso por demás racional, y aun en el automatismo por el que abogaban los surrealistas, en la performance infinita en la que convirtió su vida Salvador Dalí, en las inquietudes provocadoras de Antonin Artaud y hasta en los delirios pan-sexuales de Alejandro Jodorowsky había plena consciencia de lo que se hacía y decía, toda una elaboración intelectual de sustento.

No digo que la sensación de locura no este presente en ciertas obras. La hay. Y esto se debe pues porque para el artista el arte es un vehículo para aproximarse, aproximarnos, a ella de antemano entendiendo lo que es, lo que significa y las posibilidades expresivas, muchas veces a nivel simbólico, que ella le proporciona. En el cine hay casos varios, y si de aproximaciones a la locura se trata son incontable esos casos que apelan a la descripción casi clínica del asunto, varias veces a través de melodramas edificantes tipo Atrapado sin salida (Forman, 1975), que se ha vuelto paradigmático.

Cuando hablo de locura en el cine, y no desde su abordaje clínico sino de sus formas puramente expresivas, de sus posibilidades puramente estéticas, la locura como discurso, pues, en caso de que ello se pueda, siempre pienso automáticamente en dos obras que aprehenden la locura de una manera excepcional: Marat-Sade (Inglaterra, 1967), del veterano excineasta y director escénico Peter Brook, y Los enanos también crecieron desde pequeños (Alemania, 1970), del quizá único sobreviviente interesante de aquel Nuevo Cine Aleman Werner Herzog (si Fassbinder sobreviviera otra cosa sería). Ambas son grandes, atípicas, hasta hoy insuperables. Y ambas se aprecian literalmente como un extraordinario, delirante ejercicio de locura absoluta.

La primera es la adaptación cinematográfica de la obra de teatro de Peter Weiss, en la que se recrea sin escatimar exceso alguno, la representación teatral que hizo el Marqués de Sade en el interior del manicomio en el que estuvo encerrado, sobre el asesinato del ideólogo y político francés Jean Paul Marat. Tanto en la película como en la obra la locura está al servicio de la creación porque es la locura la que proporciona el grado de irreverencia y provocación deseado por el Marqués, y los locos y sus a veces desarticuladas vociferaciones y grotescas caracterizaciones las que ofrecen ese retrato distorsionado cercano a la pesadilla, al horror más puro, de la realidad del momento.

Horror y pesadilla que se nos muestra más en bruto en la segunda. Si uno pensaba que no se podía llegar más allá de la propuesta de Brook, Herzog, quien más adelante se acostumbrará a trabajar con locos (¿acaso Klaus Kinski no lo era?) y que la locura será un tema muy caro a su obra, decide realizar un experimento donde el orden no tiene cabida, y el caos es la única ley que rige el universo y la única (no) lógica de todo lo que acontece, en la (no) historia de un grupo de enanos que pierden el control de sí mismos y expanden con su locura la desolación absoluta, la destrucción de esa institución en la que se encuentran. Pocas obras son tan exasperantes como ésta, y aguantar el metraje es todo un reto. La película está conformada por una serie de secuencias que harían palidecer al autor de horror más extremo aunque no haya sangre humana que se derrame, ni seres sobrenaturales que digan “bu”. Sólo basta recordar aquella larguísima secuencia en la que unos gallos se pelean hasta matarse, mientras la banda mezcla casi de forma arbitraria una serie de melodías y carcajadas agudas e irritantes de los enanos que los contemplan para que los vellos se ericen.

Ni Brook ni Herzog estaban locos ni creo que se asuman como tal. Son dos genios que nos han acercado estos sí de forma contundente a eso que otros blandamente pretenden sublimar.

(José Abril)

Thursday, April 03, 2008

La negra flor




La dalia negra (EU, 2007), el penúltimo largometraje – apenas estrenado aquí, en estos lados- del siempre -a pesar de todo y duélale a quien le duela- notable Brian de Palma, aborda un caso de nota roja largamente acariciado como proyecto por Hollywood y algunas veces discretamente aludido (Mulholland falls, Tamahori / L.A. Cofidential, Hanson, ambas de 1997): el atroz e irresuelto asesinato de Elizabeth Short, una pin-up girl de la década de los 40s apodada como el título mismo. Si bien dista de ser una obra maestra plenamente lograda, la película contiene una serie de aspectos que la redimen por mucho de esa ignominia a la que varios críticos han querido destinarla. Una obra tan imperfecta como fascinante, llena de trampas argumentales, diálogos a veces desternillantes, caprichosos cambios de tono y caídas de ritmo pero articulada también a través de una serie de aciertos que contribuyen a su brillo pese a todo.

Se trata, pues, de un barroco y rocambolesco thriller, como ya lo era Femme fatale (De Palma, 2005), de suprema estilización y de plena autoconciencia cínica que se solaza en lo tópico y codificado de su esencia (entre muchas otras cosas, es un mediocre detective el hilo conductor y el que da cuenta, voz en off claro está, del proceso de la invetigación del crimen), en lo recargado de su atmósfera de sulfuroso film noir envenenado casi autoparódico (arrebatos pasionales sobre el comedor o bajo la lluvia a lo El cartero llama dos veces, policías indignados ante el visionado de pornografía lésbica, delirante cena familiar con madre que estalla en histeria con harto sabor lynchiano) y en la absoluta ausencia de ingenuidad de un puñado de personajes-tipo maliciosos a rabiar, todos ellos de dudosa integridad y hasta sexualidad ambigua (la fuerte amistad entre los dos detectives desestabilizada por la infaltable rubia, y la infaltable, también, femme fatale sospechosa del crimen, ahora morena y medio lésbica, encarnada por una sorprendente Hilary Swank casi casi robándose la película).

Un thriller a lo Twin Peaks, donde la víctima y el misterio que la rodea es más un pretexto que el tema en sí. Un pretexto con el que poner en relieve la pudrición de un estado de cosas: el trasfondo oscuro de un Hollywood tan siniestro como las películas de la Universal, un sistema policial corrupto y coludido con el crimen porque el crimen, aunque el cine diga lo contrario, siempre paga, familias pudientes que forjan su poderío mediante estafas, engaños y doble moral.

Un thriller resuelto ingeniosamente mediante un entramado metatextual, bajo la lógica de un abismal juego del cine dentro del cine. Si el caso de Elizabeth Short ha adquirido una dimensión casi mitológica en la realidad, De palma parece querer respetar esa dimensión aun dentro de su ficción: La Dalia negra es pues una película donde las películas son epifanías y fascinación necrófila, descubrimiento y turbación. Es un film silente el que permite el hallazgo un tanto descabellado, como filmes son también nuestros únicos puntos de contacto, más cercano a lo morboso, con la presencia de esa bella víctima que tristemente ha trascendido en el tiempo.

(José Abril)

Monday, March 31, 2008

Flash back 3


Revisitando clásicos de David Cronenberg en lo que nos llega su más reciente película. Como sigue:

El pornógrafo de lo insólito

Mitad en broma, mitad en serio, Martin Scorsese llegó a nombrar a David Cronenberg como el “maestro del horror venéreo”, por esa naturalidad con la que este canadiense “con aspecto de ginecólogo que guarda terribles secretos” hacía conectar el sexo con el horror más apabullante en cada una de sus películas. El célebre realizador se refería obviamente al primer Cronenberg, el de aquellas películas que lo emparentaban con el más chatarrero cine de horror serie B y a su etapa más shocking. No sabemos si tal nominación llegó a molestar al realizador, lo cierto es que en el sarcasmo de Scorsese había mucho de irrefutable verdad, porque el sexo en Cronenberg, por lo menos el de aquellas obras que va desde Parásitos asesinos (Canadá, 1975) a El almuerzo desnudo (EU, 1991), se encontraba más de lado de lo bizarro, de lo inquietante. Incorrecto, audaz a rabiar, sus fantasías en torno al cuerpo y al sexo iniciaban, pues, con la búsqueda de la utopía sexual, el placer pleno, para arribar siempre en el rotundo caos. Cronenberg era entonces un auténtico terrorista –y aún lo sigue siendo, como Lynch, otro bendito David-, un cabrón que disfrutaba soñar frente a nosotros sus pesadillas bajo la envoltura de un sueño húmedo para recordarnos que esta piel que habitamos, evidente fuente de placer, termina siendo siempre el acceso más rápido a una violenta e irreversible caída.

Pero más allá de su particular, orgánico, sentido del horror, lo que hacía de Cronenberg un cineasta excepcional en el cine de horror más guarro era esa mirada que lo aproximaba a lo pornográfico. Efectivamente, Cronenberg era entonces un maestro del horror venéreo, pero también era un pornógrafo de lo insólito, siendo precisos, un pornógrafo de lo aberrante que gustaba en escudriñar con su cámara en los cuerpos que, intervenidos, se transformaban tan caprichosa como terriblemente, para develar fascinado – como todo buen pornógrafo- aquellos extraños y grotescos órganos que la metamorfosis había convertido en nuevas, a veces letales, zonas erógenas.

Durante esa primera etapa, Cronenberg nos ofreció, pues, su propia concepción de la pornografía, retorciendo sus tópicos más caros, pervirtiendo sus elementos centrales, deformando provocadoramente sus imágenes de carne y deseo. Si el pornógrafo convencional hace del cine una cruda exhibición genital, Cronenberg sexualizaba lo grotesco, elevaba a categoría de fetiche aquello que corrompe orgánicamente el cuerpo. Si en la pornografía –desde la más básica a la más ambiciosa- los organos sexuales se imponen como protagonistas gracias a una cámara que los vuelve omnipresentes, en el universo de Cronenberg, la cámara enfatizaba lo aberrante que había desplazado a lo genital en su doble función: la del placer y la reproducción. La monstruosidad latente en lo orgánico se hacía visible entonces para alterar una normalidad de escaparate, para proporcionar placer en quien la ostentaba y procrear y extender la destrucción a su alrededor. No es casualidad, pues, que en Parásitos asesinos una larva cual pene reptante se introduzca entre las piernas de una bellísima Barbara Steel (musa siniestra de las películas de horror de Mario Bava) para contagiarla a ella y a toda una comunidad que procura cierta utopía erótica, de un apetito sexual destructivo, como tampoco lo es el hecho de que en Rabia (Canadá, 1977) Marilyn Chambers (célebre actriz porno) sea quien oculte en su axila un extraño orificio en forma de vagina y que al abrirse se descubra un diminuto órgano fálico; aquí Chambers no abre las piernas sino los brazos, y el abrazo ansioso, lascivo, es el principio del placer para ella pero el inicio del caos en una ciudad que se consume por la rabia que del extraño órgano se ha propagado. Una forma vaginal también es la de otro orificio, en este caso en el abdomen de James Wood en la extraordinaria Videodrome (EU, 1982) y es ésta su “vagina”, usada por él (en un auténtico fist fucking onanista) y por otros como depósito de extraños mensajes, uno de los tantos enigmas que impregnan una historia de harto sabor kafkiano y estética sadomaso.

En la actualidad, Cronenberg parece querer alejarse de este horror de trasmisión sexual que le dio fama y estatus, pero no de esa mirada pornográfica proclive a cargar sexualmente lo extraño. Este pornógrafo de lo insólito encontró su apoteosis en Crash (Canadá, 1996), obra maestra del erotismo límite, abierta fetichización del metal, sublimación absoluta del cuerpo en comunión sexual con lo no orgánico, ciencia ficción pura y lúbrica desde el más inmediato presente (“Hay que explorar el espacio interior, no el exterior, pues el único planeta verdaderamente extraño es la tierra” comentaba J.G. Ballard, autor de la novela que sirvió como base al film), indagación sobre el ser humano como un mundo complejo y aún desconocido en si mismo.

Crash fue una película de choque. De choques también. De carros, accidentes y sexo. Y hubo quienes encontraron en estos tópicos mensajes varios: metáfora sobre la deshumanización en nuestras sociedades industriales, ironía perfecta sobre el desarrollo industrial en detrimento de las relaciones humanas, o simple y sencillamente una deliciosa broma negra y salvaje en torno al onanismo fantoche que permea la fascinación del individuo respecto a la seductora imagen del automóvil en tanto símbolo de status y poder. Pero, como su cine nos lo ha enseñado, Cronenberg no gusta de dar sermones. Digamos que el realizador mucho más cínico creó con la película un juego perverso con el que logra ubicar al espectador en un terreno que trastoca sus expectativas en torno a los límites sexuales y del comportamiento humano.

Crash es pues sexo, sudor, sangre, metal, y no como principio del caos –tal y como sucedía en sus primeras películas- sino como un fin absoluto. La mirada enfática, pornográfica, del realizador sobre el detalle obsceno ahora se amplía hacia el cuerpo íntegro, el cuerpo no como víctima circunstancial de la enfermedad que lo corrompe sino a la búsqueda, por voluntad de su poseedor, de nuevas formas de satisfacerse y transformarse, como si estuviera atento a la consigna del James Wood que concluía Videodrome (“¡Larga vida a una Nueva Carne!”). El Cuerpo solicitando la cercanía con el metal como incentivo erótico, el cuerpo deseando cuerpos que aún sufren-gozan las heridas de algún accidente automovilístico, el cuerpo como el centro de fantasías sexuales que convocan para su materialización la reproducción fiel de las tragedias automovilísticas de celebridades como James Dean y Jane Mansfield, cuerpo y metal fundidos y confundidos como un ideal de los objetos del deseo, agresivos impactos entre carros como motivadoras visiones pornográficas.

Los personajes de Crash son como una cofradía de libertinos sadeanos entrebuscándose ansiosamente en un yunque. Hedonistas que viven única y exclusivamente por y para su propia concepción del placer sexual, estilo de vida que coquetea con la muerte o el dolor administrada por el filo del fierro dañado, porque gracias a las heridas en la piel la persona puede entrar en anhelada comunión con el metal, con el acero, para acceder a un nuevo nivel. El cuerpo ya no es el origen del infierno sino el inicio de una sensualidad que se busca en terrenos inexplorados. Hagámonos pues una puñeta en honor a Robocop que, siguiendo la lógica de estos erotómanos de vanguardia, es el símbolo sexual de una nueva era.
(José Abril)

Thursday, March 27, 2008

Huerfanitos


El Orfanato (España, 2007) desarrolla la historia de una madre que en un período de seis meses busca a su falso pequeño hijo seropositivo, extraviado un mal día, de forma inexplicable, en los laberínticos y sombríos pasillos de una vieja casona que antes funcionaba como residencia para niños huérfanos y desvalidos. Presencias extrañas y sobrenaturales parecen obstaculizar su encuentro, pero la madre hará hasta lo imposible para conseguir su objetivo.

Se trata del primer largometraje del catalán J. A. Bayona, de abierta y arrogante vocación clasicista, que apuesta por el retorno a las claves del cine de horror pretérito (como ya lo había hecho Amenábar con Los otros), aparentemente en desuso por el congestionamiento del trucaje digital actual, para contar una historia totalmente de signo contrario. Se trata, por lo mismo, de una falsa película de horror sobrenatural que pretende, pues, ser como las de antes, esas de cuidadísimas atmósferas a la que contribuían el calculado registro del espacio casi con vida propia por los múltiples detalles que lo definían: puertas que se cierran de forma autónoma, sonidos extraños detrás de las paredes, pasillos obscuros que parecen sugerir presencias ominosas, la escalofriante música del viento que se filtra por las ventanas, etc. Detalles que si bien encuentran aquí, en algunos momentos, su mejor expresión (sobre todo en la primera parte), e incluso en otros bordea peligrosamente el ridículo (la –a pesar de todo- lograda secuencia con una guiñolesca Geraldin Chaplin, inspirada, seguro, en el Poltergeist de Hopper/Spielberg), en conjunto sólo terminan por ofrecer un académico ejercicio de estilo de horror sobrenatural sólo aparente, un horror que descansa sólo en sus signos externos pues la sustancia es muy otra.

Bayona ha construido un artefacto de ambigüedad conveniente para su recepción: una película que pueda complacer a los fans más “arty” del cine de horror, o sea el más inofensivo, y agradar aquellos que se avergonzarían de ver películas de esta naturaleza genérica; un ejercicio de discurso esterilizado e higiénico moralmente hablando porque no hay sentimiento negativo alguno que pueda trastocar el estado de las cosas, envenenar la realidad, ni Mal concreto o como entidad cósmica que pueda acechar en o poner en riesgo el contexto naturalista de las acciones.

¿Cuento fantástico envenenado? No. Película de horror para “adultos contemporáneos”, El orfanato sólo es un dulce con disfraz siniestro, que después de abandonar la máscara termina por empalagar. Bayona se engolosina con el sentimentalismo melodramático que estalla en el climax, que ensalza con esa música enfática, que recarga con la actitud suicida y que resuelve en términos de acción con la cursílisima pretención de analogarse a La Pietá pero en penumbras. Primero grita después llora, que aquí el horror ha sido el medio para alcanzar ese fin. ¡Qué daño ha hecho Shyamalan! Sniff.

(José Abril)

Monday, March 24, 2008

El día que conocí a John Waters

Eso de hacer crónica de turistas me va muy poco, así que me ahorro las palabras. En síntesis: Manhattan es una extraordinaria isla que gracias al cine uno no puede dejar de verla como un no menos extraordinario puñado de lugares comunes. Woody Allen ha contribuido mucho en eso, y decir que de noche Manhattan es una fascinante mezcla entre el Metrópolis de Lang y el Blade Runner de Scott es también un lugar común pero una auténtica realidad. Todo está ahí y nada le falta, hasta esa mamona actitud starbucks que incluso los hommeless ostentan. Pero bueno…el asunto aquí es sólo para notificar que conocí a John Waters, que para nada es un lugar común porque su identidad territorial y cinematográfica es muy otra, Baltimore, que está a pocas horas de New York.
Sí, John Waters.
Probablemente no me lo crean, pero eso me tiene sin cuidado. Todo ocurrió muy rápido, mientras recorría los pasillos del Museo Metropolitano de N.Y. Tratando de ubicarme en el mapa del monumental espacio logré vislumbrar una espigada figura que llamó mi atención porque se parecía, literalmente, al Nosferatu de Murneau. Alto, muy delgado, pálido, vestido íntegramente de negro. Cuando lo vi de cerca pensé en voz alta “John Waters”. Pasó justo enseguida de nosotros; inmediatamente se lo comenté a A., mi compañero de viaje, e inmediatamente, como adolescentes tardíos en busca de celebridades, corrimos tras de él. Lo encontramos en una de las salas de exhibición temporal. A. se acercó para confirmarlo: “Efectivamente, John Waters”. Estupefactos ante tal hallazgo, sólo caminábamos en torno a él sin saber que hacer, hasta que A. que es mas aventado y menos tímido que servidor, decidió tomar la iniciativa. Yo, por mi parte ya estaba armando todo un discurso para entablar diálogo: que female trouble me parece mejor que Pink Flamingos, que ambas forman parte de mi colección de películas de cabecera, que Serial mom y Pecker me parecen sus obras maestras mainstream e incluso que Dirty shame me pareció literalmente una mierda…en fin. Pero nuestra timidez, lo limitado de nuestro inglés, lo accidentado de la situación y –hay que decirlo- la poca disponibilidad del personaje sólo dio paso a un diálogo medio autista:

A (tocando el hombro de J.W.): John Waters?
J.W (Sonriendo): Yes
A (Sonriendo como idiota): One pincture, just one Picture, please….
J.W (aún sonriendo): O.K.
(A. encuadra)
(J.W. sonríe más y su delgadísimo bigote se estira mientras sus arrugas se acentúan)

¡CLICK!

A: Thank you!
J.W: …

(J.W. aún sonriendo se voltea para continuar apreciando la pintura que mi compañero había interrumpido)

Después, los dos salimos apresurados de la sala antes de recibir el regaño del vigilante, pues en el espacio el uso de aparatos fotográficos estaba prohibido.

¿La foto? Es un close up de Waters, pero se las debo porque se quedó en la memoria de la cámara de mi amigo. Quedó de pasármela para poder presumirla como mía, pero es hora de que no lo veo después del regreso, y a mi ya me urgía contar esto.
(José Abril)

Friday, March 14, 2008

Vacaciones


Me fuí a New York una semanita, nos vemos y leemos por acá en 7 días. Hasta entonces

Tuesday, March 04, 2008

Flash back 2


Hace unos días un buen amigo, ávido consumidor de porno, se quejaba de que el estado del género en la actualidad era realmente preocupante; que los paradigmas que antes encontraba nomás presionar el “play”, hoy se habían difuminado ante el congestionamiento audiovisual de la era Internet. Yo hace tiempo que le dejé de tomar el pulso a este tipo de cine, pero de que antes el universo porno tenía rostros y nombres (aparte de genitales) era una auténtica realidad. El porno ya no da para crear sus propias mitologías, y las que quedaban han preferido someterse a una desmitificación dejándose fagocitar por el cine de enfrente (una maestra en estos asuntos ha resultado Catherine Breillart). Dos nombres vienen a cuento a propósito de mitologías: Linda Lovelace y Gerard Damiano, y un comentario que había escrito hace tiempo a propósito de la muerte de la primera se extiende a continuación:


Con el nudo en la garganta

Los historiadores del cine en general dicen que Eisenstein, Griffith y Welles son los apellidos de aquellos responsables de la evolución de este arte. En cambio, La historia del cine porno en particular quiso que Damiano, apellido también, figurara como el responsable del despunte modernizador del género en cuestión. Así las cosas, y si El acorazado Potemkin (Pokemon dijo alquién), El nacimiento de una nación y El ciudadano Kane son vistas hoy como el replanteamiento de una forma distinta de hacer cine y de su nuevo camino necesario para su lenguaje, Garganta profunda (Italia, 1976) hizo lo suyo desde los muy menospreciados y ninguneados territorios del sexo duro y directo frente a cámaras.

Gerard Damiano, que es su nombre completo, le sumó a las muy limitadas formas de explotación sexual, propias del esquema reiterativo y mecánicamente ilustrativo de la pornografía fílmica, el intento por darle forma a un argumento y fluidez a una narración elemental hasta entonces en su estructura y fallido en sus alcances, que por lo menos mantuviera cierta lógica interna y justificara los actos sexuales del producto.

Damiano obtuvo una película más bien pobre en cuanto a forma y estructura, pero dio al cine porno una fórmula que sería retomada una y otra vez hasta la actualidad. Sin embargo, la trascendencia del film –que la tiene, muy a su manera- y su ubicación como pieza clave para una historiografía del género se debe menos a esto que a otros factores.

Porque vista hoy Garganta profunda es de manera absoluta un gag, un chiste pues, y es desde esa lógica como podemos identificar su brillo. No se trata de un ejercicio camp que provoque la risa indignante para el autor ingenuo más que ingenioso que cree haber hecho algo seriamente audaz, como sucede con la mayor parte de las producciones porno, sino de una auténtica comedia, con cierta lógica surrealista como en toda buena comedia.

Damiano, conciente de lo absurdo y disparatado del camino por donde puede conducir las convenciones, disfruta en torcer, en un sentido figurativo, los tópicos físicos del género, la materia genital, su materia prima, para de ahí desprender las motivaciones, tan absurdas como existenciales, de su protagonista. Así la gran Linda Lovelace se convertirá en la primera actriz porno cómica, en una ingenua chica atormentada por un orgasmo que desconoce y le resulta inalcanzable, hasta obtenerlo cuantas veces se le antoje una vez que descubra la malformación que la había condenado al vacío total: caprichosamente su clítoris se ha equivocado de lugar para ocultarse mejor ¡en la garganta! (quién dice que Cronenberg es el único ocurrente en concebir aberraciones orgánicas). Ese será su gran conflicto y a la vez su principal motivación ante la procuración del placer pleno.

Nuestra chica anorgásmica no será simplemente la carne que provoque el hambre de cuanto semental se le ponga en frente, sino se asumirá de entrada como un auténtico freak, que antes de convertirse en curiosidad de feria triple X o de ir a ocultarse en el circo del horror sexoso de Tod Browning, encontrará la salida más alegre y hedonista: convertirse en una tragona y compulsiva fellatriz.
Tal disparate –autoconciente, hay que decirlo- convirtió a Gaganta profunda en una auténtica cinta de culto y a Linda Lovelace, mujer de garganta profunda gracias a su malformación, en icono setentero.

Después de esta película delirante Damiano logró obtener cierto estatus como cineasta porno y cierto reconocimiento incluso por algún sector de la crítica especializada. Siempre interesado en los conflictos existenciales de sus personajes femeninos, este peculiar autor realizó otras tantas películas con muchas más ambiciones. El diablo en la señora Jones (EU, 1978) es para muchos su obra maestra aunque menos popular que Garganta profunda.

Linda Lovelace, por su parte, corrió con menos gloria. Como una disidente de la industria que le dio fama, decide exorcizar los demonios que la orillaron a tan estigmatizada profesión escribiendo sobre los infiernos a los que, según ella, estuvo sometida durante sus años como actriz; comienza abanderar causas feministas (en realidad fue usada por las feministas en su campaña de desprestigio contra la industria porno) dando conferencias, llenas de información menos reveladora y más contradictoria, y a fracasar, más bien, en su carrera como activista del sexo arrepentido. Pero ni con el arrepentimiento público la Lovelace pudo difuminar la sombra de ese nudo en la garganta que aún tras su muerte se ha resistido a desaparecer de la memoria colectiva.

(José Abril)

Wednesday, February 27, 2008

El narcisismo progre


Con Michael Moore pasa lo que con Quentin Tarantino: la figura del realizador ha cedido paso al personaje mediático del que todo mundo habla, celebra y aplaude. Todo mundo menos quienes gobiernan su país. Y es la fama obtenida, buena y mala, a favor y en contra, que, como cóctel a fin de cuentas marea, la que parece intentar postergarse al concebir y ejecutar un nuevo proyecto. Michael Moore pues, como Tarantino, parece filmar ahora creyéndose Michael Moore, el personaje –más que el director- de su propio ombligo fílmico, que ha tomado como telón de fondo los trapos sucios de la política norteamericana.

El cartel promocional de Sicko (EU, 2007), como todos los diseñados para los largometrajes documentales de director, es claro síntoma de este síndrome. La frondosa figura del realizador-personaje en medio de dos esqueletos en lo que uno supone es una sala de espera de un hospital cualquiera en cualquiera de los lugares que componen el país vecino ¿Qué se nos promete? ¿Una nueva disección crítica del tristemente célebre sistema estadounidense, en este caso lo que concierne a su carísimo sistema de salud, o una nueva aventura de este nuevo superhéroe que quiere ponerse en evidencia, nuevamente, ante nosotros, con su espíritu contestatario y agitador? El protagonismo, marca evidente de la factoría Moore, queda claro en más de un sentido. Moore, aquí en el cartel, es figura retórica y referente, continente y contenido, la parte por el todo. Es metonimia pues -y perdón por el eufemismo- en ese doble sentido: la parte (su figura en el cartel) que significa el todo sea éste el tema de su film (antes que la realidad, el tema es la enfatizada presencia de Moore descubriéndonos las contradicciones de esa realidad) sea éste la realización (Moore filmándose a sí mismo llevando acabo esa empresa), porque como decía una vanidosa Nicole Kidman en To die for (Van Sant, EU, 1998): todo pierde sentido si no se hace frente a una cámara.

Y efectivamente se da lo que se promete. Sicko, la película, es él: tema, personaje, creador; lo demás es sólo el plus socio-político que pueda ocultar esta suerte de vedetismo. Y nuevamente, aunque con menos gracia que en sus trabajos anteriores, veremos a este enfant terrible más conciente de sí mismo que del hilo negro que ha pretendido descubrir, y congruente con su promovido y autopromovido status de superhéroe escarba y encuentra testimonios que van dando forma a historias sobre las injusticias que en el servicio de salud gringo se cometen. Historias que, aunque se piense lo contrario, nuestro Moore mesiánico -a cuadro, claro está- se encargará de resolver bajo la lógica del happy end hollywoodense ¿Qué, si no, es ese consolador viaje a Cuba?

El colmo: ese epílogo que raya en el mal gusto de la megalomanía (el realizador ventilando su “hago el bien sin mirar a quién”). No dudemos, pues, en imaginar a Michael Moore, como una Norma Desmond con conciencia social, diciendo: "I’m ready for my close up…"

(José Abril)

Wednesday, February 20, 2008

Flash back



De cuando RIPstein tenía algo de talento

El Imcine y el CONACULTA, de un tiempo para acá, vienen poniendo en circulación algunos DVDs de clásicos del cine mexicano, específicamente algunos títulos pertenecientes a la década de los setenta. Algunas obras han envejecido con bastante pena, otras, desde la perspectiva que ofrece el presente se evidencian como piezas sobrevaloradas en su momento. Muy pocas logran mantener el interés que tuvieron en sus orígenes; tal es el caso de Cadena perpetua (México, 1978). Se trata de una propuesta bien lograda e interesante que demuestra que Arturo Ripstein alguna vez tuvo algo de talento y que su actual mancuerna con la guionista Paz Alicia Garcia-Diego sólo lo ha convertido en un cineasta pretencioso, monotemático y aburridísimo (tanto como el resto de su generación). Posterior a su clásico insuperable –por él mismo- El lugar sin límites (México, 1977) y basada en la novela Lo de antes de Luis Spota, Cadena perpetua muestra el recorrido urbano de un delincuente (carterista para más señas) en su intento por alcanzar su integridad, su redención y su boicoteado esfuerzo por cambiar su forma de vida. A través del personaje central (interpretado con patética gracia por Pedro Armendáriz Jr.) Ripstein y su co-guionista Vicente Leñero, estructuran un curioso ejercicio de film noir, cine negro que encaja perfectamente en nuestro contexto. Actualizando y “mexicanizando” el género, la película exhibe de manera afortunada los mecanismos de la corrupción en lo social y su reflejo en lo individual. Así, la cadena perpetua del título hace alusión al círculo vicioso que envuelve al personaje y en el que descubre que las buenas intenciones, dentro de un sistema como el nuestro, mezquino, descompuesto, automáticamente se invalidan. Cadena perpetua tuerce la moraleja del género: es la historia de un delincuente que a punto de alcanzar su regeneración se arrepiente convencido de que el crimen seguirá pagando por los siglos, de los siglos...Una de las pocas rareza dentro de una filmografía bastante pero bastante irregular, la de Ripstein.
(José Abril)

Tuesday, February 12, 2008

La bella y la bestia



Dos propuestas radicalmente diferentes entre sí: genéricamente disímbolas, estilística y técnicamente contrastantes. Una, el retrato intimista de una bella joven que asegura ser víctima de una posesión demoníaca; la otra, la crónica espectacular cual testimonio terriblemente espontáneo de los estragos causados por una bestia en su tránsito por Manhattan. Y aunque diferentes como propuestas y en intenciones, ambas se aprecian, cada una a su manera, como aproximaciones al miedo, al horror, desde perspectivas bastante interesantes. Como sigue.

La bella. En Réquiem: La posesión (Alemania, 2007), Hans Christian Schmid lleva a cabo el recuento de los últimos meses en la vida de Michaela, una joven epiléptica demasiado frágil y devota aunque muy entusiasmada por romper con la rutina de su cerrada vida familiar, que muere de agotamiento por las innumerables prácticas de exorcismo a la que fue sometida por consentimiento propio y de sus padres. La película no es lo que convencionalmente podríamos considerar un horror film, y aunque la trama ofrece muchas similitudes con El exorcista (Friedkin, EU, 1974) y, más acá, con la muy mediocre película con alma de telefilm El exorcismo de Emily Rose (Derrickson, EU, 2006) -que ha partido, por cierto, de los mismos acontecimientos-, el realizador propone algo de signo contrario. Se trata de un muy acertado film naturalista que centra su atención en el personaje sin perder de vista el ambiente que la contiene y termina por destruirla; un film contemplativo, sin estridencias ni trucajes, de registro casi clínico que desmitifica el fenómeno de la posesión y pone en evidencia el fanatismo y la ignorancia como los únicos demonios implacables en su afán devorador de seres vulnerables siempre al borde del abismo; puesta en escena de un drama conmovedor e inquietante a un tiempo, incluso en su austeridad y en la actitud de observador distanciado por parte del realizador, donde el horror no está ausente. Porque aquí el horror emana no de Satanás y su hipotética existencia sino de las condiciones que contribuyen a creer en semejante patrañas: Por un lado, la de la enfermedad, la del extravío de la locura, la de una epilepsia devastadora; por otro, la de los lazos de una familia sumida en el puritanismo y la ignorancia que prefiere clausurar la vida de uno de sus integrantes amparándose bajo la sombra de la fantasía más oscura y delirante, la de la superchería religiosa, antes que poner los pies sobre la tierra para actuar en consecuencia. He aquí, pues, el verdadero infierno.

La bestia. En Cloverfield: Monstruo (EU, 2008), J.J. Abrams coloca en Manhattan a un enorme monstruo para que la destruya a su antojo, devore a sus ciudadanos, y derrame parásitos que de su cuerpo se desprenden secundando su instintiva labor de destrucción. Estamos, pues, ante una película de género, a situaciones ya revisadas por oriente y occidente (Godzillas de toda nacionalidad, King Kongs clásicos, modernos y postmodernos, Alienígenas de todas formas y colores adoptando la tierra como campo de batalla, etc), a la idea de un Apocalipsis y sus agentes pisándonos los talones explotada una y otra vez, pero esa sensación del déjà vu es superada por ciertos elementos que hacen del asunto una experiencia efectivamente aterradora y diferente. Señalemos, por lo menos tres de ellos: El primero es el dispositivo estético por el cual Abrams ha optado, la cámara en mano, abiertamente subjetiva, que, dada su naturaleza diegética (es un personaje, que poco sabe de técnicas de filmación, un documentalista improvisado y un observador minucioso), renuncia al frío virtuosismo en pos de un hiperrealismo sucio y caótico, en varios momentos escalofriante, producto en gran medida del falso amateurismo que se ostenta (fríamente calculado, obviamente). Es este recurso el que ofrece las claves para contemplar no de forma indiferente la histeria individual y colectiva que alimentan cada uno de los nerviosos encuadres. El segundo, es la calculada dosificación de la presencia del ente destructor frente a la cámara; la idea de que inquieta más aquel que se mantiene oculto tras el caos que ha provocado rige la totalidad del film. La bestia, pues, es una presencia evasiva, casi anónima para la cámara y para nosotros y el hecho de ignorar cuál es su origen y de desconocer sus formas contribuye a esa sensación de desconcierto. Sensación que se relaciona, también, con el tercer elemento: la recreación de un ambiente de fin de mundo de resonancia bastante realista que hace eco a esa paranoia post 11/S, a esa idea de la destrucción por todos tan temida (cualquiera que sea su naturaleza) como algo impredecible e incontrolable y a la desolación que se impone y se enfatiza aún más, en el film, con esos accidentados inserts de escenas de amor de un día por Manhattan. Cloverfield termina, irónicamente, con el entusiasta inicio de una historia sentimental que no pudo ser. Ese “Hoy ha sido el mejor día de mi vida” nunca había tenido un peso tan terrible en una película como ahora, por lo menos para servidor.

(José Abril)

Monday, February 04, 2008

Lecciones de obscuridad


Sin pretender caer en la concesión beata del fanático ciego (y en caso de parecerlo, ni modo), me atrevería a señalar que el 2007 fue el año de David Lynch. Dos razones permiten justificar tal afirmación: el regreso del autor con una de las mejores realizaciones vistas durante el año pasado, “El imperio” (Inland Empire, Francia-EU, 2007), y el aniversario número treinta de la obra que marcara el inicio del cineasta en el terreno del largometraje, “Cabeza de borrador” (Eraserhead, EU, 1977). A propósito de la segunda, a continuación reciclo un comentario que había escrito hace tiempo, a manera de homenaje un tanto tardío, pues me di cuenta de tal acontecimiento apenas ayer que revisaba un material viejo sobre el autor en cuestión. Para no quedarme con la espina clavada aquí va el comentario:

La puesta en circulación de la ya célebre opera prima de David Lynch (1946), nos permite a aproximarnos a una de las películas más originales de la segunda mitad del siglo pasado. Una obra innovadora y atípica que el paso del tiempo (nada menos que treinta años) lejos de pasarle factura parece contribuir a su crecimiento, al reforzamiento de su belleza extraña y oscura, a su autenticidad. “Cabeza de borrador” (Eraserhead, EU, 1977) fue el primer largometraje de un Lynch que había experimentado en el terreno del cortometraje y es la primera obra maestra de un cineasta inagotablemente vanguardista.

La película, con una extraordinaria fotografía en blanco y negro, es un ejercicio de complejidad y abstracción absoluta, tanto en el nivel de estructura como en el del argumento. Sin embargo, podemos sintetizar su anécdota como la relación desquiciante que Henry, hombre de apariencia ingenua, taciturna, establece con su hijo recién nacido, una criatura aberrante y monstruosa producto de una relación impuesta, basada en la repugnancia recíproca y marcada por el temor a un extraño ser supremo, “el hombre del planeta”. Dicha relación conduce al protagonista a la locura, al filicidio y a la muerte.

Pero lejos de intentar desenredar la complejidad de esta fascinante pieza, nos limitaremos a ubicar y señalar algunos de los temas e ideas que han estado presenta a lo largo de la filmografía del realizador, sobre todo en sus obras más personales, y que aquí, en Cabeza de borrador, encuentran su génesis.

Una primera lectura, superficial, puramente externa, nos invita a pensar en “Cabeza de borrador” como una película de ciencia ficción. De entrada una arquitectura en ruinas, un conjunto de paisajes desolados, una banda sonora que mezcla ruidos industriales, sirenas y fantasmales silbidos nos ubica en un mundo agónico, apocalíptico, en los restos de una civilización que parece haber sobrevivido a una hecatombe. Sin embargo, la película no es tan sencilla como para etiquetarla de esa manera; lejos de apegarse a una serie de códigos genéricos y reducirse a una especulación sobre una vida futura paradójicamente primitiva (como más adelante lo haría George Miller con su estupenda trilogía “Mad Max”), podemos definir a “Cabeza de borrador” como la exploración de un mundo interior, subjetivo; en la subjetividad trastornada de Henry podemos encontrar la justificación a la realidad distorsionada, a veces irracional, a veces absurda, en las que entran en juego esas características espaciales y atmosféricas, que en la película se nos presenta.

Con “Cabeza de borrador” Lynch nos ofrece una de las pocas y más puras poesías fílmicas en la tradición que va desde los surrealistas hasta los revulsivos cineastas newyorkinos de los sesenta. Una obra que niega la lógica, se construye de espaldas a una estructura narrativa convencional, con base en ese subjetivismos anárquico del personaje. Se trata, pues, de una pieza básicamente de sensaciones, de atmósferas cargadas e intensas, que nos impiden establecer distancias; la película nos envuelve en un estado de angustia y depresión, en un encadenamiento de imágenes expulsadas desde un estado de horror por un entorno opresivo y asfixiante, que exponen la progresiva locura de un personaje.

Henry es el típico personaje lynchiano que encontrará eco en las posteriores obras del realizador. Al igual que el Jeffrey de “Terciopelo azul” (EU, 1986) o los Sailor y Lula de “Salvaje de corazón” (EU, 1989), Henry es un personaje inmerso en un mundo represivo, violento en sus formas y reducido a restos; es, en ese contexto, una mediocre criatura aplastada por esa realidad marcada por la torturante presencia del hijo y el omnipresente ojo vigilante del extraño “hombre del planeta”, una suerte de figura castigadora y amenazante. En estas circunstancias, Henry sólo observa impotente, incapaz de reaccionar.

En este extraño mundo, las relaciones afectivas están cimentadas en sentimientos poco propicios, donde la sexualidad viene acompañada por la culpa, el miedo, la enfermedad, lo aberrante. Los personajes ostentan una visión de lo sexual relacionada con lo ominoso; no hay manifestación erótica, y si la hay, se realiza bajo la sombra de la incertidumbre. La sexualidad, pues, es un fenómeno innombrable, reprimido como impulso, abominable como consumación. El miedo ha aniquilado el deseo y la erotización de los cuerpos, pues la interacción erótica, para la (no)lógica de la película, genera culpa, engendra cadenas en forma de criaturas aberrantes como ese bebé – monstruo que castra, avergüenza, tortura a Henry, condenándolo al encierro.

Lynchiano también es la procuración de los personajes de universos alternos que en Henry es la locura y la muerte. Su mundo se bifurca entre la realidad cruel y los sueños y alucinaciones más o menos evasivos. Esto último estará representado por el mundo interior del radiador, imaginado por Henry cual refugio psicológico, un mundo donde alucina la presencia reconfortante de la muerte, encarnada por una extraña mujer mofletuda, que aparece cantando angelicalmente “en el cielo todo está bien”, porque en él no hay temores y miedos que enfrentar, un mundo deserotizado, un universo “sin sexo, sin misterios, sin vida, un cielo para espíritus mediocres y derrotados por la existencia” (Ángel Sala) por el que finalmente Henry se decidirá.

“Cabeza de borrador” se antoja una obra visionaria. No obstante las distancias del tiempo, los personajes de la película guardan una visión apocalíptica y desencantada de la sexualidad muy parecida a la de nuestra sociedad de fin de siglo, es decir, una sexualidad relacionada con la omnipresencia de la muerte y el fantasma del Sida, la negación del placer por la presencia del miedo y el aislamiento como reacción ante la pérdida de la esperanza.

(José Abril)

Wednesday, January 30, 2008

Horrores


Hacía tiempo que en nuestra cartelera no coincidían tantas películas del género que aquí tanto nos atrae. Películas que, por cierto, llegan, como siempre, a destiempo. Para un fan incondicional del terror (similares y derivados), como servidor, esto podía ser motivo de celebración, pero pasando de la superficie el asunto se vuelve por demás decepcionante. Vaya, que la cantidad en este caso sólo ha generado unas expectativas –ingenuo uno, pues- que se han desmoronado a las primeras de cambio.

Haciendo cuentas, creo que es fácil llegar a la conclusión de que: 1. la pretensión se ha vuelto un lastre para el género (“30 días de noche”, “Hannibal”, “Soy leyenda”); 2. lo que antes veíamos como aire fresco proveniente de territorios aparentemente ajenos al terror ya empieza a verse como una sobadísima fórmula, efectista y –hay que decirlo- efectiva (“Nunca estamos solos”) y 3. la invocación a los clásicos (en este caso a Tod Browning) no siempre garantiza los resultados positivos (“El títere”).

Así, mientras los vampiros vociferan mamoncísimos aforismos sobre la humanidad en una lengua extraña –con fondo de nieve blanca manchada de sangre, para una imagen más “chic – shock” -, su director hace hasta lo imposible por estirar un guión que en términos diegéticos se debió haber resuelto en una semana. Mientras Hannibal es interpretado por un galancito acartonado y sobreactuado (¿Se acuerdan del soldadito extraviado de aquella película sucedánea de “Amelie”), el argumento al que pertenece sólo insiste en explicar (de forma muy obvia) el origen de los tics que han caracterizado al personaje en cuestión. Mientras las siamesas –que no diabólicas, como quería De Palma- nunca se dan por enteradas que el juego de intercambio de identidades resulta predecible desde la secuencia de créditos inicial, la película se regodea en los trucos que se han saqueado de la tienda de los horrores orientales. Y, faltaba más, “Soy Will Smith”, desde ya se antoja el inicio de una nueva saga-franquicia: “Sigo siendo leyenda”, “Seguiré siendo leyenda”, y una posible cuarta parte: “La leyenda continúa”, aunque Matheson se retuerza en su tumba.

Como siempre, uno encuentra más donde esperaba menos. Y lo poco interesante que ha aportado esta congestión de thrillers y películas de terror, ha sido a través de un producto menor paradójicamente grande: “Aliens vs Depredador 2” (EU, 2007, Hnos. Strause).

Sí, “Aliens vs Depredador 2”. De que se trata de una película rutinaria y derivativa, es cierto. De que la mayor parte del argumento está narrado bajo la lógica de un videojuego con acné, también. Pero la película no sólo resulta mejor que su precedente, que se hundía por su solemnidad y que se tomaba demasiado en serio no obstante lo disparatado de su premisa, sino que se redime, aun con todo lo elemental que la define, por carecer de todo aquello que los casos aludidos arriba adolecen. Y más. No hay pretensión estilera ni clasicista. Ni heroicidad de superhombre “fashion” (como el Smith de fin de mundo vampirizado). El terror y la acción y la carnicería y la muerte se instalan desde el principio y se extienden sin tregua hasta el final. Los Hnos. Strause, como poseídos por el espíritu del Joe Dante de los “Gremlins”, gozan moviendo las piezas de esta batalla campal entre bestias alienígenas que se odian por puras razones de descarada mercadotecnia cinematográfica, colocando en el centro a un puñado de seres humanos bastantes sacrificables, habitantes de un pueblo chato y aburrido.

Hay mala leche y bastante ironía, y algo de incorrección política. ¿Quién dice que los personajes infantiles deben ser la excepción como víctimas en una película donde la muerte irracional se instala a sus anchas? Parecen preguntarse los realizadores. Y si hace años un horripilante molusco preñaba a John Hurt para mejor desvirilizarlo, hoy de intruso el monstruo logra colarse en un hospital repleto de futuras madres para arruinar sus embarazos. Un personaje, en medio de la histeria colectiva, señala: el gobierno nunca nos miente, justo en los momentos en que el gobierno ha tomado medidas extremas de una manera fría y despiadada.

El desenlace es literalmente puro humo, y como humo la película prácticamente desaparece de la memoria una vez que la sala de cine se ha abandonado. Lo que no desaparece es el buen sabor de boca, ni esa placentera sensación que queda después de haber degustado el buen caramelo que se desgasta con tanto salivero…La que sigue, por favor.

(José Abril)

Monday, December 31, 2007

2007: Y la canción sigue siendo la misma

Bueno, otro año más termina y como ya es costumbre en esta humilde bitácora hacemos el recuento de lo mejor acontecido en el ámbito que aquí nos mueve, el cinematográfico. Me ahorro las palabras introductorias, porque hacerlo implicaría decir prácticamente lo mismo que en el recuento del año pasado. Esto significa, pues, que las cosas no cambiaron ni para bien ni para mal. Todo se mantuvo más o menos igual de descafeinado, salvo ciertos acontecimientos, muy pocos, que lograron dar breves giros interesantes al transcurso de este 2007: 1). La visita a este desierto (Hermosillo, Sonora, México) de Jorge Ayala Blanco para presentar su “La herética del cine mexicano”, tan lúcido y con enorme sentido del humor como en sus críticas; 2). El regreso – ¡Por fin!- de David Lynch, vía DVD, con “Inland Empire” (Francia-EU, 2007), otro intenso descenso a los infiernos de la mano de una genial Laura Dern; y 3). La edición de –jejeje- mi primer libro “Función de medianoche: comentarios sobre cine y otros asuntos audiovisuales” (Ediciones Altanoche, Mexico, 2007), una selección de textos sobre cine que había publicado por aquí y por allá.

¿Y el horror? Aaaah el horror. ¿Novedades? La verdad muy pocas. Si el año antepasado y el pasado el género tuvo relevancia gracias no a los estadounidenses sino a los orientales, hoy el turno le ha tocado a los españoles con una serie de propuestas sino innovadoras sí interesantes, demasiado interesantes creo yo como para pensar que el género no esta en vías de extinción.

Bueno, se trataba de ahorrarme las palabras, y para evitar seguir pensando en voz alta con teclado de por medio a continuación el recuento en tres categorías: Lo mejor del cine mundial, Lo mejor: horror, fantástico y ciencia ficción y Las que de plano no... Como sigue:

Lo mejor del cine mundial (de lo que nos llegó a las salas, a excepción de la de Lynch)

1. El imperio (Inland Empire, Francia-EU, 2007), Dir: David Lynch
2. Ratatouille (EU, 2007). Dir:Brad Bird
3. Cartas desde Iwo Jima (Letter from Iwo Jima, EU, 2006). Dir: Clint Eastwood
4. La muerte del Sr. Lazarescus (Rumania, 2005). Dir: Cristo Puiu
5. Observador oculto (Caché, Bélgica, 2006). Dir: Michael Haneke
6. La maldición de la flor dorada (China, 2006). Dir: Shang Yimou
7. Quinceañera (EU, 2006). Dir: Richard Glatzer
8. Hermosas tentaciones (Pretty persuasión, EU, 2006). Dir: Marcos Siega
9. El asesino del zodiaco (Zodiac, EU, 2007). Dir. David Finsher
10. El violín (México, 2006). Dir: Francisco Vargas
10 (A). 300 (EU, 2007). Dir: Zack Snyder
10 (B). Pequena Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, EU, 2006). Dir: Jonathan Dayton

Horror, fantástico, ciencia ficción

1. Exterminio 2 (28 weeks later, EU/España/Inglaterra, 2007). Dir: Juan C. Fresnadillo
2. Alerta Solar (Sunshine, EU/Inglaterra, 2007). Dir: Danny Boyle
3. El mundo mágico de Terabithia (Bridge to Terabithia, EU, 2007). Dir: Gabor Csupor
4. Masacre en Texas: el inicio (Texas chainsaw masacre: the beginning, EU, 2007). Dir: Jonathan Liebesman
5. Los abandonados (The abandoned, España/Inglaterra, 2007). Dir: Nacho Cerdà

Las que de plano no…

1. El amor en tiempos del cólera (Love in the times of cholera, EU, 2007). Dir. Mike Newell
2. Apocalypto (EU, 2007). Dir: Mel Gibson
3. Shrek tercero (Shrek the third, EU, 2007). Dir: Chris Miller
4. Las torres gemelas (World trade center, EU, 2006). Dir: Oliver Stone
5. Hasta el viento tiene miedo (México, 2007). Dir: Gustavo Moheno
6. Beowulf (EU, 2007). Dir: Robert Zemeckis

(José Abril)

Tuesday, December 18, 2007

Myers, Michael Myers


Y el saqueo sigue. Tal y como lo habíamos previsto, a Michael Myers le ha llegado su turno. Halloween, pues, el film realizado y escrito por John Carpenter en torno a este personaje icónico, allá por los ya muy lejanos setenta para enseñarnos que grandes cosas se podían hacer con mínimos recursos, ha sido, también, puesto al día.

Midiendo el pulso a esa tendencia de “revivir” clásicos del terror setentero, habíamos anotado los aciertos por parte de Alexandre Axa y Marcus Nispel en sus muy estimables versiones de The hills have eyes (EU, 2006) y Texas chainsaw masacre (EU, 2004), respectivamente, quienes estuvieron apunto de superar los originales. Lamentablemente, ésta no es la situación del remake del que ahora hablamos. Tal empresa ha sido encabezada por Rob Zombie, el otrora psychobilly de lujo, y lejos de alinearse al correcto camino marcado por aquellos al momento de asumirse como copiones, pone en evidencia sus muy variadas y marcadas limitaciones.

Con apenas dos películas en su caprichosa carrera como cineasta-que-se-cree-de-culto, Zombie sólo ha demostrado incompetencia como narrador cinematográfico de historias de terror. Incompetente por confiar en el exceso como recurso salvador de guiones con demasiados lados flacos y débiles. Incompetente e ingenuo por pensar que cada una de sus ideas u ocurrencias son geniales y por lo tanto deben encontrar, a como de lugar, toscas traducciones visuales en películas que no pasan de ser barrocas acumulaciones de gags pretendidamente brutales y golpeadores, fatigosos productos más abrumadores que terroríficos. A Zombie le ha faltado criterio para discriminar todo aquello que se le ocurre sobre la escritura de sus argumentos y visión crítica como para darse cuenta que, en el set o la mesa de montaje, sobran demasiadas cosas como para que el conjunto pueda funcionar.

El caso de Halloween no es excepción. Lejos de aprovechar un argumento original mínimo que apostaba para su desarrollo en una tensión sostenida desde el principio hasta el final, este cantante metido a director lo ha inflado con una serie de excesos, habituales en su (no) estilo, más bien ridículos. La película, en esta ocasión, empieza con un extenso e innecesario prólogo. Si Carpenter nos ofrecía un planteamiento brevísimo y contundente (ese soberbio plano-secuencia subjetivo inicial) para después instalar en el relato al asesino como una entidad sigilosa, atroz y maléfica, Zombie nos atesta unas secuencias sobre explicativas en torno a la naturaleza de Myers, el origen de su psicopatía y de las motivaciones de sus futuras andanzas. Una suerte de cuadro clínico sobre el pequeño Myers que bordea la caricatura de trazos gruesos (como una suerte de Oliver Stone cuando intenta hacerse el chistoso, véase Asesinos por naturaleza) con una serie de lugares comunes propio de algún manual de psicoanálisis en versión pulp (las raíces del mal se encuentran, pues, en una madre irresponsable y medio puta, un padrastro libidinoso y alcohólico, una hermana buenota y calenturienta, todos ellos confabulándose contra el pequeño berrinchudo en el peor día de sus vidas: el que se anuncia en el título).

Después, la historia se asume como el pastiche del guión de Carpenter aunque con el torcimiento innecesario por parte de Zombie. Efectivamente, presenciamos el asedio de Myers a su niñera favorita, pero ahora con el plus melodramático del vínculo familiar y la multiplicación del número de víctimas en el trayecto. Nuevamente, ante la imposibilidad de sostener su propuesta mediante la solidez de un argumento trazado con precisión, el realizador busca salidas fáciles: la sorpresa final, previsible y hasta cursi, digna de un dramón televisivo (esa rechazante hermanita perdida y encontrada, cual Novia de Frankenstein), y la carnicería al por mayor que sólo termina por convertir en reiterativo, cansino y uniforme algo que desde su concepción y sustancia debió inquietar, horrorizar.

Imposible resulta no comparar la copia con el original. Pero, aun sin tomar en cuenta el original, el Halloween de Zombie, por mucho, sale perdiendo. Por lo menos para un servidor.
(José Abril)

Tuesday, December 11, 2007

La crítica herética


Hace algunos años leía en el periódico UnomásUno, una singular entrevista realizada a Jorge Ayala Blanco. La charla giraba en torno a su actividad como crítico de cine, sus proyectos y, si mal no recuerdo, a la aparición de lo que en ese entonces era su más reciente libro: La eficacia del cine mexicano (Ed. Grijalbo, 1994). Las declaraciones ofrecidas por el entrevistado fueron muchas y muy diversas, pero, aunque el tiempo transcurrido es bastante, todavía recuerdo una en particular y con singular gracia. Ayala Blanco manifestaba sin más ni más: “Prefiero mil veces escribir un ensayo sobre Alfonso Záyas que sobre Marguerite Duras”. La declaración a simple vista se antojaba una humorada, una ocurrencia provocadora, e incluso me recordó a Andrés Caicedo, malogrado crítico colombiano, injustamente olvidado por cierto, cuando comentaba que “cada gusto es una aberración” o que prefería los gags de las comedias de Jerry Lewis que cualquiera de las últimas películas de Pasolini. Pero el comentario de Ayala Blanco, al igual que los de Caicedo, no deben tomarse tan a la ligera, como simples golpes de humor o provocación gratuita; por el contrario, se trata de una auténtica declaración de principios, de una saludable puesta en ridículo del acartonamiento academicista con el que se acostumbraba – y se acostumbra- a relacionar el oficio del crítico, el ejercicio del análisis cinematográfico y el de cualquier arte; un golpe bajo, pues, contra la solemnidad y adocenamiento imperante en el campo de la reflexión del quehacer fílmico. Vaya, la frase en si misma –El comediante alburero muy por encima de la Duras- traduce en palabras la posición que ha tenido- y sigue teniendo- Jorge Ayala Blanco a lo largo de su muy extenso camino como crítico y ensayista.
Una posición herética, para entendernos mejor. Una Actitud herética, la de Ayala Blanco, como pocas en el ámbito de la crítica en general, que le permite obtener hallazgos ahí donde el crítico purista y amante del lugar común, por puro esnobismo o prejuicio cultural, no se atreve a mirar. Actitud y posición herética por descreer de los autores cinematográficos consagrados y los temas de siempre, como únicos y exclusivos objetos de estudio. Herética, por consecuencia, su mirada, que desconfía de esas divisiones la mayoría de las veces discriminatorias y clasistas entre lo “artístico” y lo “popular”, entre el “buen gusto” y el “mal gusto”, por ignorar, también, las muy rancias y convencionales etiquetas de “cine de arte” y “cine comercial”. Herética, en suma, porque desde la visión escudriñadora de Ayala Blanco no hay exclusión: todo cabe y todo entra en su marco de reflexión, todo y todos, películas y autores, viejos y jóvenes, nacionales e internacionales, productos y subproductos, son susceptibles de ser puestos en tela juicio, cuestionados, desacralizados, exaltados o vilipendiados.
Es esta actitud herética la que ha convertido a Jorge Ayala Blanco en una de los autores más originales, polémicos e irreverentes de nuestro país. Para decirlo simple y llanamente, uno de los más interesantes. Muy lejos del convencional comentarista de cine, Ayala Blanco ha sido ante todo un insobornable ensayista heterodoxo, alejado siempre del formalismo académico y las concesiones oficialistas. Su estilo es inconfundible y es su estilo precisamente el que ha devuelto al género –el ensayo, el texto reflexivo- esa naturaleza artística a la que parecía negado. Ayala Blanco, pues, no sólo ha sido un gran teórico, un infatigable historiador, también ha sido un gran escritor y un maestro en el manejo de la palabra. El uso de la referencia cinefílica, los juegos intertextuales, la descripción exhaustiva y detallada en perfecta comunión con lenguaje que casi siempre bordea lo poético, el sentido lúdico de sus afirmaciones, sus a veces desconcertantes neologismos, la utilización de pertinentes figuras retóricas de enorme aliento sarcástico y, sobre todo, el uso de la ironía, la broma demoledora, el humor más desarmante que dan cuerpo y forma a sus rigurosas argumentaciones, hacen de la lectura de sus textos, acuerdos o desacuerdos aparte, un verdadero ejercicio placentero, un verdadero goce, igual o mayor que la película que ha sido motivo de tal despliegue verbal.
Para comprobarlo basta con sumergirse y dejarse llevar por la lectura del libro La herética del cine mexicano ( Ed. Planeta, 2005). Y no sólo por éste, sino por todos los libros que componen el paquete completo. La herética del cine mexicano es la octava entrega, la octava parte del proyecto/estudio/investigación sobre el cine nacional emprendida por Ayala Blanco desde 1968. Proyecto definido - e aquí nuevamente el uso lúdico de la palabra- como una suerte de abecedario, donde cada letra ha sido un concepto, y. por lo tanto, una nueva perspectiva a través de la cual abordar la historia de nuestro cine en sus diferentes etapas. Como sigue: la A de aventura (1931-1967) / La B de búsqueda…(1968-1972) / La C de condición…(1972-1984) / la D de disolvencia…(1985-90s) / La E de eficacia…(la segunda mitad de los 80s)/ La F de fugacidad…(1993-1998) / la G de grandeza…(finales de los 90s principios del 2000)…
Y La H de La herética del cine mexicano En esta ocasión el libro es un diagnóstico de la producción cinematográfica durante los ingratos años del foxismo; es un análisis exhaustivo de las obras mayores, menores y mediocres que durante ese período pudieron realizarse aunque no necesariamente pudieron ver la luz mediante las muchas veces improbable exhibición/distribución; es elogio y escarnio de una cinematografía, la nuestra, que pese a todo, con cualidades y defectos, ha podido sobrevivir a duras penas y de forma accidentada; es un registro detallado de la actividad cinematográfica toda en todos los formatos y géneros posibles aunque muy poco de –válgame la cacofonía- todo o prácticamente nada nos haya llegado (largometraje o cortometraje, película o video, ficción o documental, obras logradas o vergonzantes películas fallidas, películas-evento o insólitos productos que sólo circularon a través de circuitos subterráneos o mediante la casi siempre bienvenida piratería).
La herética del cine mexicano esta compuesta, en su mayoría, por textos inéditos, textos que fueron concebidos exclusivamente para alimentar este trabajo. Pero, inéditas también pueden resultar para nosotros la mayor parte de las películas sobre las cuales se habla. Esto se debe principalmente, al grave problema de distribución y exhibición al que se enfrenta el cine nacional, problema que se acentúa en territorios como el nuestro donde la oferta de exhibición es mucho más estrecha. Esto, creo yo, no representa problema alguno. Los diferentes ensayos que dan cuerpo al trabajo se dejan leer bastante bien; además, como sugería en una ocasión José Felipe Coria, a veces es mejor leer la crítica de Ayala Blanco que ver la película. ¿Leer la crítica antes que o en lugar de la película? Parecerá una contradicción, pero con críticos como Ayala Blanco el asunto funciona bastante bien. (Por José Abril)

Tuesday, October 23, 2007

Deborah in the dark


Me acabo de enterar que Deborah Kerr (1921 - 2007) murió hace unos días, y según yo ella ya estaba seis metros bajo tierra desde hace un buen de años. Bueno, en realidad ni me incomodaba el hecho de que estuviera viva o muerta. Y aunque actuó en una cantidad sorprendente de películas, mi memoria, que es bastante injusta, sólo la inmortalizó por unas imágenes que la mostraban como una puritana institutriz de rostro desencajado por el miedo, al creerse asediada por unos espíritus chocarreros con rostros de niños terribles.
Yo confieso. Nunca me di por enterado, por ejemplo, que ella había formado parte de aquella icónica imagen que la mostraba dándose un sublime faje con Burt Lancaster (mucho antes de asumirse como promotor de las licencias para matar), a la orilla de la playa, en el melodrama De aquí a la eternidad, ni que era ella la que había bailado, con descarada ñoñez, con el Rey de un país que no recuerdo cuál es en El rey y yo (EU, Walter Lang, 1956), por mencionar dos de los casos más emblemáticos de su extensa carrera.
Para servidor, Deborah Kerr sólo existió en la siniestra atmósfera de aquella mansión que tan bien recreó Jack Clayton, en The inocents (EU, 1960), su estimable adaptación de Otra vuelta de tuerca de Henry James. Para servidor, Deborah, válgame la confianza, imagen y personaje, sólo tuvo sentido en la obscuridad y atormentada por unos terrores que parecían ser los de su propio furor reprimido. Deborah fue esa escándalizada y estricta profe que decidió poner punto final a esos demonios que, según ella, rondaban la casona vieja, de pasillos ominosos, posando sus labios, así, sin tregua, y no por ternura, sobre los de ese niño que tanto la inquietaba, en una de los clímax más bellos que nos ha dado el cine de horror.
Antes y después de esa película memorable Deborah Kerr no tenía ni tuvo sentido. Descanse, pues, ahora sí, literalmente en la obscuridad. (José Abril)

Wednesday, September 26, 2007

La niña chantilly


El humor, la ironía y el albur más guarro eran exclusividad de los hombres en nuestro a veces desafortunado pop/rock nacional hasta que aparecieron en escena las Ultrasónicas, banda integrada exclusivamente por mujeres y representantes tardías de nuestra versión “made in México” de aquel “riot girrrrl” que ya habían agotado Hole, L7 y otras tantas. Con un sentido del humor de trazos gruesos, canciones de letras sexualmente explícitas y políticamente incorrectas, las Ultrasónicas irrumpieron como un grupo atípico en la escena nacional para romper con la tradición de la “rockera” solemne que se desentiende de su género musical como juego irreverente y provocador (tradición representada por esa momia que se cree piedra angular Kenny, la de Los eléctricos, Cecilia Tussaint y Rita Guerrero, la de Santa Sabina) e invocar con un saludable descaro las turbulencias del sexo desenfrenado, el desamor que se cobra con rabia verbal y la vulgaridad como un discurso contestatario. Su existencia fue un tanto efímera, pero de que dejaron huella de eso no hay duda; incluso abrieron el camino por el que transitarían en otros registros Maria Daniela, la del sonido lasser, con su personaje autoparódico de chica fresa y sus canciones de electroclash falsamente naïf, y el esperpento musicalizado a ritmo de surf de Faca cual Gloria Trevi corregida y aumentada. A estas dos habría que sumar la propuesta de Jessy Bulbo, quien fuera, precisamente, bajista de las Ultrasónicas, para completar esa especie de trinidad gineco-musical que la compañía Nuevos Ricos ha aportado al ámbito del pop y el rock actual independiente en México. Saga mama es su primer proyecto en solitario y en él la Bulbo retoma el camino justo donde lo habían dejado las Ultrasónicas, es decir, el de aquella explosiva mezcla de punk/rock de garage, de hartas guitarras distorsionadas y sonido sucio y áspero, aunque ahora enriquecida y actualizada con sonidos de electrónica aportados por efectos de vocoder, sintetizadores y cajas de ritmo (marca de fábrica de la compañía disquera), y unas canciones donde el humor y el desparpajo son estilo y contenido. La ex – Ultrasónica, como Maria Daniela y Faca, es también personaje y en Saga mama se ha travestido de adolescente perversa, de lolita desmadrosa y lumpenizada, para hablarnos con una candidez impostada sobre las ventajas del adulterio, sobre el enorme placer de ejercer el sexo sin amor o, incluso, sobre el despecho devastador que aflora entre colegiales a la hora del recreo, entre otras mundanerías. Divertida para unos, irritante para otros Jessy Bulbo es el perfecto antídoto para la solemnidad reinante en el rock nacional, la niña chantilly enseñando el cobre para después comerse de un bocado la rebanada de pan como apoteosis de su performance. (José Abril)